A finales de 2021, cuando Rusia empezó a acumular tropas en su frontera con Ucrania, la idea de que el presidente Vladimir Putin pretendiera de verdad invadir ese país parecía un inmenso farol. Hoy, la posibilidad no es tan descabellada como demuestra la febril actividad diplomática para descartarla.
Ucrania es un país poco mayor en extensión que España y con una población parecida, 44 millones de habitantes. Por otro lado, nadie cree que Vladimir Putin, pese a su pasado como agente de espionaje en la Alemania del Este, sea un nostálgico de la Unión Soviética. Tampoco que sueñe con ampliar el territorio o los recursos naturales de la Federación Rusa, de suyo vastísimos.
La primera razón que parece mover al jefe del Kremlin a fomentar la actual crisis es la intención de la OTAN -plasmada en movimientos concretos- de ampliarse hacia el Este de Europa. Ucrania, que no cesa de llamar a las puertas de la Alianza desde la llegada al poder de Zelenski, tiene 1.200 kilómetros de frontera con Rusia. Putin está convencido de que la única manera de disuadir a la OTAN para que se aleje de Ucrania -a la que califica de ‘patio trasero’- es plantear la posibilidad real de una invasión. Moscú solo retirará sus planes si la Alianza suscribe un pacto por escrito de que Ucrania nunca será recibida en el club militar occidental.
La segunda razón que empuja al presidente ruso a jugar este pulso es psicológica es terminar con el prejuicio de que Rusia perdió la Guerra Fría, y desde entonces está condenada a ser un segundón en la escena internacional, muy por detrás de EE.UU., China y la Unión Europea. La apuesta del líder ruso cuenta, por supuesto, con la convicción de que, si Rusia invade Ucrania, Estados Unidos no responderá militarmente. La superpotencia ha perdido las dos últimas guerras, Irak y Afganistán, y con Joe Biden en la Casa Blanca y una opinión pública norteamericana hostil a más aventuras, confiar en una contraofensiva del Pentágono es pensar en lo excusado.
La crisis comenzó el pasado mes de diciembre, pero sus raíces se sitúan en 2014, cuando las protestas populares derribaron al presidente Yanukovich, apoyado por Putin. Poco después, Rusia invadió la península de Crimea y apoyó a los separatistas pro-rusos del este de Ucrania. Los acuerdos de 2015 sellaron el ‘status quo’ en esos dos territorios arrancados a Ucrania, pero la llegada de Zelenski al poder en Kiev cambió la situación. EE.UU. y la OTAN empezaron entonces a acumular potencial militar en el país, disparando la alarma en el Kremlin, que finalmente ha decidido jugar fuerte.
Fuente: ABC