El príncipe Harry de Inglaterra y la actriz estadounidense Meghan Markle, futuros duques de Sussex, se casaron este sábado en la ciudad de Windsor entre multitudes, olvidados ya los líos mundanos de la familia de la novia. Harry llegó a pie a la iglesia de St. George cuando faltaba algo menos de media hora, acompañado de su hermano William, su testigo de boda, ambos en uniforme de gala militar.

 

Markle vestió de blanco -se había discutido si era conveniente, teniendo en cuenta que es su segundo matrimonio-, llevaba velo, los hombros cubiertos y el pelo recogido con una tiara. El vestido fue diseñado por Clare Waight Keller para Givenchy. La novia entró acompañada, como se había previsto, por el príncipe Carlos, ya que su padre no pudo viajar por problemas de salud.

 

El cantante Elton John, la presentadora de televisión Oprah Winfrey, los actores George Clooney e Idriss Elba, el ex futbolista David Beckham, las ex novias de Enrique Chelsy Davy y Cressida Bonas y dos argentinos, el polista "Nacho" Figueras y su mujer, Delfina Blaquier, estaban entre los invitados que llegaron temprano a la iglesia, tumba de reyes y escenario este sábado de su decimosexta boda real desde 1863.

 

 

Entre los hombres predominaba el chaqué oscuro, combinado con chaleco brillante y corbata, ellas con tocadas con vestidos de todos los colores, y sus espectaculares fascinators.

 

Este sábado, la reina Isabel II de Inglaterra nombró a Enrique duque de Sussex, conde de Dumbarton y barón de Kilkeel, respectivamente, un titulo nobiliario inglés, escocés y norirlandés, como manda la tradición. La actriz ostentará los mismos títulos en cuanto se case.

 

Al final del paseo, de una media hora, se cerrará el telón al público y empezará la parte privada de la boda, con un almuerzo ofrecido por Isabel II en el castillo de Windsor y una fiesta de noche en la mansión Frogmore, gentileza del padre del novio, el príncipe Carlos de Gales.

 

 

A las puertas del castillo, tres admiradoras de la familia real portaban unas pancartas afirmando "Harry, estoy aquí", "y yo también", "y también yo". "Mi marido sabe que estoy aquí, pero no sabe lo que llevo", explicó a la AFP entre risas una de ellas, Lorraine Rains, de 57 años.

 

La ciudad era un hervidero desde primera hora de la mañana. Los trenes de Londres llegaban llenos, incluyendo el primero, que salía a las 5 de la mañana, y al descender de ellos, los visitantes se encontraban con un maravilloso cielo azul, policía fuertemente armada y "scanners" como los de los aeropuertos.

 

 

En las calles de todo el país se organizarán fiestas vecinales, al amparo de unas previsiones meteorológicas esperanzadoras y una soleada jornada en Windsor. El día acabará bien regado por la muy graciosa concesión de permitir que los pubs cierren más tarde que lo habitual. Todo ello, rodeado de grandes medidas de seguridad, en un país que sufrió cinco atentados en 2017, con un balance de 36 muertos y decenas de heridos.

 

Thomas Markle, el padre de Meghan, no estuvo en la boda por razones de salud y tras conocerse que se había prestado a escenificar unas fotos para unos paparazzi, un pecado capital desde que Diana de Gales murió perseguida por unos fotógrafos en París. Tampoco estarán sus dos hermanastros, que no han ahorrado bilis contra la novia. El medio hermano Thomas está en Windsor, sí, pero invitado por la prensa y no como asistente al casamiento.

 

Atrás quedaron los tiempos en que una divorciada estadounidense -Wallis Simpson, cuya boda con Eduardo VIII le obligó a abdicar en 1936 después de un breve reinado de 11 meses- podía hacer temblar los cimientos de una institución que ha presidido la vida del país desde la noche de los tiempos, con una breve interrupción en el siglo XVII.

 

 

Markle será la primera mulata de la familia real que se recuerda, acercando más que nunca el palacio de Buckingham a los barrios jamaicanos de Londres, donde el enlace ha despertado también interés.

 

"Está muy bien que esta persona llegue a la familia real, nos da sentido de pertenencia", dijo a la AFP la vendedora caribeña Esme Thaw en su comercio de Brixton, el popular barrio de Londres.

 

La boda es una gran operación de relaciones públicas para la Casa Real británica, que podía haber optado por la privacidad que sus jóvenes miembros suelen reclamar, pero que prefirió echar mano de la pompa y circunstancia que la hacen atractiva.

 

El lugar de la boda es altamente simbólico, la iglesia de St. George del castillo de Windsor, un templo gótico originalmente del siglo XIII, donde está enterrado Enrique VIII, templo de la Orden caballeresca medieval de la Jarretera, que integran, entre otros, Isabel II, Felipe VI de España y el emperador japonés Akihito.

 

Desaparecido el Imperio, con el Brexit en el horizonte, y un gobierno británico que suscita pocas simpatías en el mundo, Isabel II y su clan están ahí para mantener la frente alta, como demuestran las miles de personas de todo el mundo, y en particular de las antiguas colonias, que viajaron hasta Windsor y cuyas banderas se mezclaban con las Union Jacks.

Fuente: AFP