Muchos ya habían visitado la Casa Natal de Sarmiento, pero nunca habían vivido la aventura de pasar "una noche en el museo’. Sin hacer mucha comparación con la película, el título bien se adapta a la idea entretenida de poder tomar contacto con aquellas cosas que vivió el prócer sanjuanino durante su infancia. En su segunda edición (la primera fue en 2014), unos 15 chicos conocieron la casa donde habitaba la familia Sarmiento. Pero no sólo eso; ya que como parte de un paseo interactivo y didáctico, se quedaron a dormir, cenaron, jugaron y viajaron imaginariamente al pasado; acompañados por los guías Melina Santiago, Arturo Sánchez y Javier Pez; y otras encantadoras personas.
Cuando abrieron las puertas principales de la casa, los chicos ingresaron y se encontraron con la antigua higuera de Doña Paula. ‘Aquí nació Sarmiento y vivió con sus hermanas y su madre’, explicaba la guía a los atentos pequeños. Algunos ya conocían la historia, y otros como Nicolás interrumpían la charla para preguntar. "¿Cuando construyeron la casa?’, inquirió. "En el año 1801, esta casa tiene más de doscientos años de existencia’, contestaba Melina.
Allí, en el patio de la higuera, se inició el recorrido nocturno. Luego ingresaron a las habitaciones, después al estudio, conocieron el famoso telar de Doña Paula y también las frazadas y tapices. Valoraron los antiguos muebles y decoraciones, y escudriñaron las pinturas. Los guías les explicaban quiénes eran las hermanas de Sarmiento y quienes fueron sus padres. Hasta allí, todo marchaba más o menos normalmente; hasta que en un momento, sentados en círculo, cerraron los ojos y pronunciaron las palabras mágicas: ‘Domingus, aparecendus’… y se sintió una energía especial. De repente, la sala se quedó a oscuras. Había unas lámparas a vela a mano y lograron encenderlas. En ese instante, se escucharon pasos en la galería, las puertas rechinaron y unos seres extraños aparecieron. Sosteniendo unos candelabros, las misteriosas personas preguntaron a los chicos qué hacían allí a esas altas horas de la noche, como si fueran unos pequeños intrusos. Todos quedaron sin poder articular palabra y con caras de asombro. Se habían transportado hacía otros tiempos, porque los personajes se vestían y les hablaban con un lenguaje propio del siglo XIX.
Cuando pudieron entrar más en confianza, los dueños de la casa los invitaron a pasar a la cocina, y allí -más encantados aún- le ayudaron a la ama de llaves a preparar empanadas. Amasaron a la luz de las velas y realizaron hasta el repulgue. Luego disfrutaron de una exquisita cena con pastel de papas criollo… y claro ¡las empanadas!. Sin celulares, ni TV ni radio, los chicos compartieron con los dueños el mesón familiar. Las charlas de la entremesa se extendieron por varios minutos, ya que ellos también comenzaban a conocerse entre sí.
Terminada la cena, se dirigieron al patio central y aprendieron a tejer con unos pequeños bastidores de madera, según a la técnica manual tradicional de 1800. Enganchados con la actividad, se quedaron hasta pasada la medianoche; pero ya algunos bostezaban y el sueño fue contagiándose. Organizados en pequeños grupos, se instalaron en las carpas que ya estaban armadas en el jardín de la casa, para descansar luego de una intensa experiencia. A la mañana siguiente, los menudos visitantes abrieron los ojos. Habían regresado al presente. Aún con un poco de sueño, se alistaron entre risas y charlas, comentando lo vivido. Debajo de la pérgola los esperaba un rico desayuno con chocolatada, té, tortitas y facturas. Con las pancitas llenas y el corazón contento, cada niño escribió una carta personal, donde volcaron sus vivencias en ese museo, que ya jamás mirarán con los mismos ojos.

