Foto: Gentileza Carlos Villamayor
Mediados del siglo XIX. Europa. Con sus particularidades, el mundo de las artes ya palpaba desde fines del siglo anterior "el arte del sentimiento’, como se llamó al Romanticismo, movimiento que -destronando el poderío de la razón- llegó un poco más tarde al ámbito del ballet. Pero finalmente arribó, y cómo! De hecho, algunos hasta sostienen que el ballet tal cual se conoce hoy (y ya como un arte independiente de la ópera) nació durante el romanticismo francés, en la época post revolucionaria, acunado por una renovada Ópera de París. Como fuera, es verdad que esta tendencia que tuvo entre sus representantes a Chopin, Schumann y Berlioz en la música, a Delacroix y Géricault en la pintura y a Victor Hugo y Bécquer en la Literatura -por citar algunos-, encontró en este ámbito un terreno más que fértil para expresarse a sus anchas, ya que podía plasmarse tanto en la historia contada, como en la música, la escenografía, el vestuario, la iluminación y, claro, el movimiento. Más allá de algunos antecedentes, Sílfide fue, en 1832, el puntapié. Y el 28 de junio de 1841 vio la luz, justamente en La Opera de París, Giselle, otro drama de amor danzado que se convirtió en la síntesis, el emblema del ballet romántico, que comparte varias características con su predecesor. Detrás estaban el escritor Théophile Gautier y Jules Henri Vernoy, el músico Adolphe Adam y los coreógrafos Jean Coralli y Jules Perrot, quien ya tenía en vista a su cándida "aldeana’: la etoile italiana Carlotta Grisi, quien tuvo la exclusiva del personaje -consagratorio para cualquier bailarina- durante varios años. Lucien Petipa encarnó a Albrecht, el noble que seduce a Giselle camuflado en el campesino Loys.
Concentrado y disparador de emociones, el estreno fue un éxito. Y desde su creación, y aunque con algunas modificaciones (como los que introdujo el gran Marius Petipa en Rusia), la fatal historia de la ingenua aldeana que encarnó el ideal romántico, ha atravesado espacios y tiempos, convirtiéndose en un imperdible clásico del ballet. Varios elementos más confluyeron para que así sucediera.
Además de la exigencia técnica, que vaya si la tiene, coloca a lo interpretativo prácticamente en el mismo nivel, desde la gestualidad hasta la abundante pantomima con la que va tejiendo el relato. Y encima podría decirse que ese doble desafío a su vez está multiplicado por dos: es que sus dos actos demandan a los bailarines lenguajes, dinámicas, estéticas y líneas muy diferentes. La primera parte transcurre en una aldea del valle del Rin, un escenario terrenal, real, a plena luz del día; mientras que la segunda se desarrolla en un plano irreal, etéreo y fantasmagórico, clima al que aportaron magistralmente las zapatillas de punta y los largos, vaporosos e icónicos tutús blancos; símbolos de una levedad que incluso se tradujo en ideal de belleza y femineidad por entonces. Ese elemento sobrenatural está definido aquí por "las Willis’ (tomadas de una antigua leyenda eslava sobre las almas en pena de las novias muertas) y destaca a esta obra, lo mismo que el notable protagonismo de los roles femeninos, otrora subordinados al estrellato masculino. No es menor su trágico final, que para fortuna del ballet y de los balletómanos, sólo se reduce al argumento, ya que con cada estreno, Giselle vuelve a latir.
1º acto.
2º acto.
María Inés Pérez Olivera (RIPE)
Sin lugar a dudas, Giselle es una de las más grandes obras de la danza clásica. En su desarrollo y a través de sus protagonistas, podemos disfrutar de diversas situaciones: amor, tragedia, locura, muerte e inmortalidad. Es una obra romántica que permanece en el tiempo. Frente al ballet Giselle surge en mi interior el compromiso de llevarlo a escena con la mejor perfección para mantener su pureza. Siento orgullo, responsabilidad y felicidad de ser parte de Giselle en el Teatro del Bicentenario de San Juan.
Beatriz González Alladio (RIPE)
Giselle es el ballet romántico que más me gusta. Cuando lo bailé, lloré de verdad en la escena de la locura, me emocionó y me sigue emocionando. Creo que va a ser muy fuerte subir al escenario para hacer de madre de Giselle, aunque no baile. Es mágico y tan distinto el primer acto del segundo, que para una bailarina es un desafío muy grande, pues hay que pasar de ser la aldeana humilde, tímida y juguetona a ser una Giselle etérea, un poco fría y muy suave, como si flotara; eso lo hace enriquecedor y atrapante! En mi opinión, junto con Quijote, son los ballets más hermosos.
Sabrina Streiff (Directora)
- Giselle es, si se quiere, el ballet romántico por excelencia. El romanticismo en el ballet generaba obras que tenían un aspecto muy vivo, real, y otro irreal, exótico; y esta obra tiene esa dualidad propia del romanticismo. Como es un ballet icónico en la danza clásica, para cualquier bailarín es importante realizarlo. La música y la coreografía son retos para cualquiera, pero también la interpretación. La técnica se tiene que amoldar al rol, debe reflejar la interpretación; no es lo mismo hacer el mismo paso alegre que triste… Es un gran desafío, por ejemplo las willis’ del segundo acto requieren un estilo muy depurado que se ha mantenido a lo largo de los años.