Ver bailar a Victoria Balanza siempre es un placer. Si además es una obra que evidencia elaboración, de cuyo génesis fue parte junto a su creativo amigo coreógrafo y tiene como compañero en escena a otro amigo que además es un gran artista, qué mejor. Si a la par hay un ballet (sanjuaninos elegidos por audición) a la altura del compromiso asumido, y hay cohesión entre figuras y cuerpo de baile (¡y técnicos!), lo bueno se potencia. Si es en el Teatro del Bicentenario (dato no menor, por las posibilidades que ofrece), es otro punto a favor. Y si encima saben exprimir los recursos, el resultado difícilmente pueda no ser exitoso. Luego, claro está, cada espectador tendrá el derecho a opinar si le gustó o no; pero ese ya es otro tema.

    
El viernes pasado estrenó "Momento, de solo estar" -que esta noche transitará su última y recomendable función- en el Teatro del Bicentenario, que tomó a su cargo la producción integral de esta pieza creada y dirigida por Diego Poblete (ex bailarín y actual asistente coreográfico del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín) y Balanza (ex primera bailarina del San Martín), protagonista junto a Lucas Segovia (bailarín argentino radicado en Estados Unidos). Quien fue esperando la historia lineal o un espectáculo con folclore estilizado, no los encontró. No estaban. Sin embargo, si pudo dejarse llevar por esta conjunción artística que tuvo picos de tremenda poesía y pasajes de mucha fuerza, quizá pudo subirse al vuelo de esta muy personal interpretación del legado del "Cuchi" Leguizamón (en el centenario de su natalicio, que se cumple este mes), llevado a danza genéticamente contemporánea y con estimulante fusión de lenguajes artísticos. Y pudo sentir, quizás, ese "solo estar", ese "estar solo", ese "momento"…

    
Desde el mapping hasta el juego lumínico acentuando los climas, desde el significativo despojo de la escena al uso del plato giratorio y la plataforma levadiza del foso de la orquesta (bien integrados), todo confluyó para llevar a buen puerto este desafío. Desafío y también riesgo, no sólo por todo lo que siempre significa poner a consideración del público una ambiciosa propuesta, sino también por la propuesta en sí: una obra inédita y con un lenguaje que suele cargar con el prejuicio de no ser ¿fácil?, por su nivel de abstracción. Riesgo que se corrió, seguramente basados en el conocimiento pleno del equipo, y que más allá de algún bemol que se pudiera percibir, tuvo final feliz.    

 
Feliz como se vio a los organizadores una vez pasado el estreno. A los bailarines, sonrientes después de su entrega. Al coreógrafo, cuando el aplauso de la sala abrazó a su criatura. Al protagonista, a quien se lo vio disfrutar mientras destilaba dominio y sensibilidad. Y a la primera bailarina, que con la misma expresividad y técnica que ya la hacían destacarse en aquellos concursos de danza en el Teatro Sarmiento, cuando era una chiquilina, lució una madurez que no hizo más que acentuar ese placer de verla.