Irreverente. Descarnado. Talentoso. Provocador. Transgresor. Sincero. Sarcástico. Sórdido. Inteligente. Frágil. Creativo. Palabras que calzan perfecto en la hoja de vida de Fernando Peña, esa que el uruguayo dejó de escribir ayer por la tarde, a los 46 años, cuando falleció en la Clínica Fleming, no a causa del HIV que padecía y que confesó en 2002, sino de un cáncer de hígado que lo aquejaba desde hace tiempo y que obligó su internación el miércoles pasado. Actor de cine, teatro y televisión (lo último fue una participación en Los exitosos Pells), escritor y conductor radial, se había sometido en los últimos meses a varias sesiones de quimioterapia.
Famoso por los personajes grotescos que creó en la radio y que al poco tiempo saltaron al teatro -en ese rol llegó a San Juan en 2003, por única vez, con el espectáculo Mugre (ver aparte)-, alimentó su popularidad con su desparpajo y su lengua filosa, que lo llevaron por todos los programas de televisión y las revistas, donde -al igual que en sus espectáculos- se mostraba al desnudo (varias veces literalmente) y sacudía, generando simpatías y aversiones por igual.
En medio de eso, hubo de todo. Cielo e infierno. Nacido el 31 de enero de 1963, hijo de un matrimonio acomodado y con un hermano menor, a los 9 años le dijo a su madre que era gay. Empezó a tener sexo a los 11. A los 16 se fue de su casa tras una discusión por su sexualidad con su madre. Vivió con un coiffeur que conoció en la estación de tren de Buenos Aires, a donde huyó. Lavó cabezas en peluquerías, fue mozo, instructor de patinaje, repositor en un supermercado, profesor de inglés y de natación. Cuando se drogaba y vivía en Estados Unidos -era menor e ilegal- tuvo un hijo al que nunca quiso ver. Sintió la ausencia de sus padres mucho después de fallecidos. Contó monedas, pasó hambre y se vendió por algo de dinero. Y superó su miedo a los aviones convirtiéndose en comisario de a bordo, donde obsequiaba al pasaje con personajes que hacía a través del micrófono. Fue justamente en uno de esos vuelos que lo escuchó Lalo Mir, quien lo introdujo al mundo del espectáculo, al que saltó con una galería poblada de "seres" como el concheto de San Isidro, Martín Revoira Lynch, su caribeña Milagros Dolores Guadalupe López López, Rafael Orestes Porelorti, el gay Roberto María Flores y el obrero Rubén Ramón Sixto Alegre (Palito). "Mis criaturas. Cualquier cosa menos personajes", las defendía este hombre corpulento, pelado, plagado de tatuajes, de ojos delineados y uñas pintadas; que varias veces afirmó que no le temía a la muerte, que quería morir joven, y que sólo le intrigaba saber cuándo y cómo.
"No me asusta. Es una parte del todo (…) Me atrevo a verla de frente porque sé que está cerca y me voy a reír de ella porque no me sorprendería que me tenga miedo", disparaba Peña que, a la hora de los recuerdos, aseguró que prefería el rechazo al olvido o la indifernecia.
"Quiero una muerte con caballos blancos que tiren de un carro y me arrojen tomates y flores. Algo pasional, con gente que me ame e incluso gente que me deteste y diga ¡Bravo, se murió!". Hoy quizás lo único que falten sean los caballos blancos.

