Volvieron los ataques y no se fueron las sospechas. La centésima edición del Tour de Francia ha vuelto a enganchar al aficionado por los ataques en la montaña, que habían desaparecido en 2012, pero no ha logrado quitarse de encima la sombra de la sospecha de dopaje que acecha al ciclismo.

El ganador, el británico Chris Froome, tiene una personalidad y un estilo sobre la bicicleta opuestos a los de su antecesor, Bradley Wiggins, con el que comparte nacionalidad, equipo y el hecho de estar permanentemente acompañado por la duda.

En la batalla constante que libra el Tour de Francia por conquistar público, la edición de 2013 marca un tanto y mantiene la rémora del dopaje.

Sin ningún positivo durante la edición del centenario, el dopaje ha estado presente, sin embargo, desde su inicio después de que el estadounidense Lance Armstrong, el hombre que más veces había subido al primer escalón del podio de París, confesara que había logrado sus siete victorias dopado.

Fue el tejano el que marcó el tono en vísperas del comienzo con unas polémicas declaraciones en las que aseguraba que era imposible ganar el Tour sin doparse.

La presión del Tour y de la Asociación Internacional de Ciclistas logró que el Senado francés retrasara a la próxima semana la publicación de los resultados de los test efectuados al tiempo que los de Jalabert.

Ante esa prevista epidemia, el ciclismo se vacunó con el discurso de que los tiempos han cambiado y que la generación pasada ha sido sustituida por una joven hornada que ya no se dopa.

Prueba de ello, aseguran los defensores de esa tesis, es que el ritmo del pelotón ha bajado en el Tour.

Pero las pruebas no son tan tajantes y el ganador de la prueba ha completado el recorrido de 3.400 kilómetros a una media en torno a los 40 kilómetros por hora, una de las más rápidas de la historia.

Por Luis Miguel Pascual (agencia EFE)