Oscar Kummel es un actor de esos de raza, que luchó contra molinos de vientos cuando el teatro todavía era un terreno poco explorado en San Juan. Pero los años no viene solos, ni siquiera para él. Luego de conocer la gloria y de ganarse un lugar en este mundo de sueños, a sus 74 pirulos, el teatrero que cumple 51 años de profesión y que fue reconocido como uno de los máximos hacedores del arte sanjuanino en la pasada Teatrina, confiesa que está alejado de las tablas por un problema de salud que lo tiene a maltraer.

"Todo el mundo pensaba que estaba mal y me preguntaba: ¿te acordás de mí?. Creen que no me acuerdo, pero me acuerdo de todo", reclama con su hablar pausado y sus refulgentes ojos celestes, aludiendo a aquel emotivo homenaje.

Hoy, ausente de los escenarios y de su prolífica tarea docente, apuntalado por su esposa Inge -su fiel sostén-; se dedica a construir una casita de madera que regalará para Navidad a su segunda nieta, Luana (la primera de su único hijo varón, Federico), siguiendo la tradición que comenzó con Katia, la mayor de sus hijas.

Su colorida casa de la Villa Mallea está impregnada de sus glorias, pequeñas esculturas que lo retratan y el diploma que le otorgó el Senado y recibió del entonces vicepresidente Daniel Scioli. También hay espacio para las máscaras que él mismo moldeó hasta hace poco y que corporizan las brujas que guarda en la bitácora de sus fantasías. Un único autorretrato que lo pinta en su faceta de mimo, domina una pared de la cálida escena hogareña -hoy hábitat- y, debajo de él, más distinciones.

Kummel se enganchó con la actuación hacia fines del ’50, a través de un curso que vino a dictar Adelaida Hernández de Castagnino a San Juan, organizado por la Dirección de Cultura que dirigía Rufino Martínez. Con sus compañeros de taller formó parte del Instituto Superior de Arte (ISA), que se levantó en el Parque de Mayo -después del terremoto de 1944-, recordado como El Globito. Allí, fue profesor y director de la Escuela de Títeres hasta que cerró en 1965. "Nunca pude lograr que se volviera a construir, la respuesta que obtuve siempre es que ya había una Mendoza", evoca con nostalgia.

Mimo, titiritero, actor, docente y director, tiene en su haber más de 50 obras dirigidas y más o menos la misma cantidad actuadas. Todavía recuerda que su primer protagónico fue El Apolo de Bellac, que su debut como director fue Médico a Palos de Moliere; y que la primera vez que salió de la provincia fue con Jaque a la Reina, de Santillán. Pero…

Una deuda le queda por cumplir y es la puesta de una adaptación propia de Don Quijote de la Mancha, que siempre soñó dirigir y actuar. Así imagina él su última vez en las tablas. De hecho, su barba está larga, al igual que sus cabellos entrecanos sostenidos en una cola; por si alguna vez puede cumplir ese sueño.

"Siempre quise hacerlo porque me llama la atención. Me siento Miguel de Cervantes Saavedra y el Quijote, los dos a la vez", sostiene con una sonrisa, mientras su mirada se remonta a Argimón, la creación que en los ’90 lo llevó a la cumbre de la fama y que para él representa "el Quijote que nunca pude hacer y con la que gané todos los premios. Junto con Angelino (NdR: obra que puso en 1984 y fue un suceso en la historia del teatro de San Juan) siento que fueron mis dos Quijotadas".

"Le puse Don Quijote de Barreal, porque siempre digo que fue un accidente haber nacido en Guaymallén, aunque se enojen los mendocinos y les haya dado bronca que les ganara con Argimón y tantas otras obras", retoma la charla con simpática sorna.

Con el permiso que le llevó años conseguir por tratarse de un clásico, su ambicioso proyecto ha quedado dormido, tal vez por un tiempo.

"Tengo miedo de hacer un papelón, ya me desmayé y caí varias veces. No sé si lo pueda hacer algún día porque cada vez estoy más lento", desliza el querido profe, para quien la actividad perdió el esplendor de antaño por la falta de espacios habilitados. "Pero yo tengo una fórmula: hacerlo a escondidas", sugiere con su típica picardía.

En bambalinas

Su vida en familia se inició hace 46 años junto a Inge, quien le dio 3 hijos Katia (hoy en Ushuaia y quien le dio su nieta de ahora 19 años, Arian), Naira y Federico, y que, considera que hace 4 décadas también se casó con el teatro. "Ella es la que aguanta todo", dice él con dulzura y recuerda que fue su propio padre quien, no satisfecho con su veta artística, le dijo que primero terminara sus estudios en Enología. "Yo respeté su decisión, pero nunca ejercí", se rebela.

En sus fueros íntimos, el maestro de maestros está seguro que a su familia le hubiese gustado que se dedicara a una profesión "más redituable". Pero es cierto que tuvo épocas de vacas gordas.

"Llegué a ganar muy buena plata como profesor de la Escuela de Teatro y en el programa de televisión San Juan en Alta Visión", evoca un Kummel que también trabajó 10 años como funcionario de Salud Pública y 11 en Radio Sarmiento -compaginando programas y promocionando la emisora con sus enormes muñecos-, hasta que el teatro lo cautivó por completo y en 1971 creó su propia compañía, Nuestro Nuevo Teatro, con sus alumnos más avanzados.

"Mi elenco me dio mucho orgullo y todavía existe, lo que pasa es no los puedo juntar a todos", se lamenta en voz alta.

Perseverante, incansable y aventurero, Oscar jamás pensó una obra en términos de dinero. Con embolsar lo necesario para sobrevivir y seguir trabajando, demasiado. Bohemio a la vieja escuela, este enemigo de los celulares siempre se movilizó en un despintado Jeep con el que hizo giras por toda la provincia.

Un único anhelo lo obsesionó: remontar a la platea a fantásticas comarcas valiéndose de arneses, correas y alas de papel.

"¿Qué es el teatro para mí?. Es mi vida, no sé hacer otra cosa. Al ver a todos los que fueron mis alumnos con sus propios elencos puedo decir que valió la pena", sentencia con la misma coherencia que en sus años mozos lo llevó a dejar todo para volar hacia su destino: entre los telones y las candilejas de un proscenio.