¿Se puede vivir con dos amores y no sucumbir en el intento? Fernando Castro es uno de los que asegura que sí. Y si él lo dice, es ley. Reconocido abogado, es también uno de los DJ’s que marcaron el San Juan de los gloriosos ’80, junto a Atencio, Salvaje Quiroga o Yañez -entre otros-, con quienes volvió a reunirse el pasado Año Nuevo, en una fiesta pública tendrá su bis el mes próximo, con el Carnaval’s Dancing, donde una vez más despuntarán el vicio de sacarle viruta a los vinilos. Penalista (es querellante en los juicios por delitos de lesa humanidad) y conductor de su propio programa radial hace más de una década (Un siglo de música, en Light FM), es además un ávido coleccionista de discos, con una de las discotecas más frondosas de estos pagos. Si bien ya perdió la cuenta, calcula que hay más de 5 mil piezas en esas habitaciones atestadas, pero prolijamente ordenadas, que mantiene en su casa y en la paterna; varias de ellas verdaderas joyitas. Pero el valor no sólo está definido por el precio o la rareza de algunas placas (como una de las pocas que salieron con dos surcos del mismo lado o los ya históricos laser-disc), sino también por el valor afectivo y los recuerdos que revive cada vez que la púa acaricia el sonoro plástico. De hecho, si hay un criterio de selección que hilvana esas cajas, armarios y escritorios atiborrados de discos (más allá de su confesa preferencia por la música negra, "un canto a la vida’, define), es que esas músicas lo transportan a momentos que han marcado su medio siglo de vida.

"Cada disco es especial. Por ejemplo, Discoteque (Special Sounds) lo compré un mes antes del terremoto del ’77 y es el que escuchábamos todas la noches en la puerta, con los amigos, amortiguando el temor a las réplicas. Creo que con los discos trato de reconstruir mi época, independientemente del género", cuenta a DIARIO DE CUYO este fanático de los vinilos -"por su calidad de sonido incomparable", dirá- y de las piezas originales, como ese long play de Woodstock editado en los ’80, el Live in Río de Queen o el álbum de Titanes en el Ring, tres de sus tesoros.

Hoy dueño de colecciones completas de glorias como Creedence, Gloria Gaynor, Dire Straits, Donna Summer, Queen o Beatles (a quienes luce en su remera en el momento de la nota), algunas en distintas versiones y formatos (como la de Pink Floyd, en vinilo y compacto), Castro se inició en este mundo cuando rondaba los 13 años y ponía música en fiestas familiares o en aquellos memorables "asaltos". Hobby que, reflexiona, heredó de su padre, Abelino (conocido como "el poeta de los pueblos"), quien, dueño de uno de los pocos aparatos que había entonces en la provincia, también oficiaba de disc jockey en los años ’50, con temas de Palito Ortega, Pérez Prado o el Club del Clan.

Fue en los ’70 cuando Fernando (que también deglute voraz historias y biografías afines) comenzó a adquirir algunos de los vinilos que conserva en perfecto estado, y que todos los que lo conocen lo saben, no presta. Con ellos armaba sus propios compilados en una grabadora de CD’s, que luego llevaba a las fiestas. Práctica por la que sus amigos lo bautizaron Pirata Morgan, apodo con el que se haría conocido en el ruedo vernáculo. Un escenario del que se alejó un tiempo para hacer su carrera y que retomó en los ’90, "ejerciendo el derecho y tratando de disfrutar la veta discjockeril".

"La felicidad que no tengo en mi profesión, por la rama que ejerzo, la tengo en la música. Si bien ser abogado me dio muchas satisfacciones, porque me gusta y con eso conocí otros países e incluso pude comprar más discos; es la música lo que me ayuda a seguir. Cuando pongo música estoy en otro mundo. Me siento feliz’, confiesa.