Para disfrutar a pleno un buen espectáculo de danza hace falta la conjunción de varios buenos elementos, en resumen coreografía, director, bailarines y técnica. Y todo eso quedó en evidencia en El Mesías que creó el genial Mauricio Wainrot, que anoche -en su presencia- debutó con ovación en el Teatro del Bicentenario (TB) y hoy dará su última función. 

El maravilloso viaje comienza con los primeros acordes de la gloriosa obra homónima de Georg Friedrich Haëndel, musa y base de El Mesías. Pero que la música (y canto) sea tan gloriosa, lejos de facilitar o garantizar lo que se verá sobre el tapete -como podría pensarse- termina siendo un arma de doble filo, porque hay que estar a la altura, a riesgo de que la propuesta coreográfica no la alcance y se convierta en un simple concierto bailado. No le sucedió a Wainrot, cuya pasión por el movimiento sumada a su evidente inspiración y a su creatividad dieron como fruto una pieza tan potente como el oratorio compuesto en 1741 que lo movilizó, con el que se conecta íntimamente. 

El cuerpo de baile, "ad hoc" -dato nada menor- y mayoritariamente sanjuanino, logró el rango necesario para enfrentar el ambicioso desafío que ya sortearon consagradas compañías, desde la del Ballet Real de Bélgica (para el que fue creado en los ’90) hasta la del Sodre de Uruguay, pasando por el Contemporáneo del San Martín: ser maleable para interpretar con sus cuerpos y emociones la exuberante imaginación y las insoslayables exigencias del creador y su obra. "Dificílísima" supieron describir al Mesías. Lo es. Tremenda es la demanda técnica y física para dibujar un poema visual exquisito, de algo más de una hora, donde constantemente fluyen devenires y formas. Progresiones y cánones; solos, dúos, tríos y grupos… cada uno de los bailarines tiene su momento de exposición y lucimiento, aunque sea el todo armónico lo que predomina, poniendo a la troupe constantemente a prueba, porque no es nada fácil mantener las simetrías y las energías niveladas, especialmente en pasajes con mucho ritmo y cargados de acción. En este terreno es remarcable el trabajo de los partenaires (el crecimiento de los varones es notable), parejas y/o socios -tal es el significado de la palabra- en el destaque de sus compañeras, algunas más experimentadas (Sofía Usín, Gema Fernández Yuste, por citar sólo un par) y otras, frescas promesas con enorme futuro (como la pequeña Valle Montes). Parafraseando a Wainrot, se pusieron los pantalones largos.

Momentos de recogimiento y de contagiosa exaltación se alternan hasta el Aleluya final, en una atmósfera clara, pura, despojada; casi celestial. Wainrot enfatiza la espiritualidad por sobre la religiosidad explícita de Haëndel (si bien se pueden contemplar símbologías en las postales, como las cruces y hasta una alusión a La Piedad) y la sustenta con constantes ascensos -saltos y levantadas-, el blanco impoluto, la diáfana y suave luminosidad y los ingrávidos tutús.

Párrafo aparte merece la protagonista e impulsora de esta apuesta, Victoria Balanza (foto principal), brillante bailarina sanjuanina. La exprincipal -bajo la dirección de Wainrot- del Ballet del San Martín y a cargo de la reposición y preparación de los bailarines; anunció su retiro con esta obra, aunque afortunadamente seguirá trabajando aquí, debajo de las tablas. Y con la misma plenitud que -confesó en charla con DIARIO DE CUYO– vive esta recta final, baila por última vez irradiando luz y dando testimonio de su admirable talento. 

Elevada por donde se la mire, El Mesías volvió a subir la marca de la danza en San Juan, gracias -sin dudas- a cada paso de un proceso previo donde el TB ha sido clave. En síntesis, una cita para no perderse, una ballet para no pestañear. ¡Aleluya, aleluya!

 

 

 

 

 La obra transcurre en una atmósfera diáfana y despojada. Exquisitas y breves postales surgen desde las entrañas de una impactante coreografía.