Aunque todavía se conserva la costumbre de los corsos de carnaval, la chaya quedó en el recuerdo de todo aquel que pase los 50 años. Grandes y chicos coincidían en las calles la sola intención de divertirse y hacer frente al calor extremo de los días de febrero.
Aunque la actividad era espontánea existían ciertas reglas y consignas: había que usar “la ropa de chayar”, aquella un tanto desteñida y que no importaba si se llenaba del barro de las cunetas que por aquel entonces no estaban impermeabilizadas, tampoco valía “enojarse” y cualquier recipiente era bueno a la hora de mojar al vecino.
La chaya comenzaba ni bien las familias terminaban de almorzar y se terminaba, aunque nadie lo fijara, cerca de las 19. A esa hora comenzaban los preparativos para el baile de la noche.
Quienes disfrutaron de aquella época coinciden en señalar que a partir de los 70’ la costumbre se fue perdiendo porque se volvió cada vez más agresiva y las “bromas pesadas” se volvieron una constante.