Ya estábamos todos. El almuerzo del veinticinco, casi una picada de los restos de la cena de Noche Buena, dijimos que serviría para ver las fotos sacadas esa noche. Pero con un compromiso de hierro: que nadie acudiría a la tristeza, la melancolía, aquellas dolorosas nostalgias.
La primera fotografía fue la de los chicos contemplando extasiados el itinerario de un enorme globo zonda llameante, que al final estallaría en el viento.
La segunda, la del abuelo taciturno en un rincón, vaya a saber pensando qué o añorando qué o esperando qué. Había una que descubría a un familiar con un enorme vaso en la mano, en el límite casi peligroso de la alegría.
Otra, con los fuegos artificiales que en la plazoleta cercana buscaban las cúspides de la noche y caían al final en harapiento aguacero de estrellas. La foto del más pequeño que no lograba dormirse debido al estruendo de los petardos, contrastaba con la de la tía que miraba sin mirar desde su casi sopor o cansancio, vaya uno a saber.
Había registros de la enorme mesa navideña, engalanada por el amor que las mujeres le sembraron con sus simples pero hermosos arreglos. Y hasta de la mesa tembleque, en el momento en que fue milagrosamente sujetada cuando casi se lleva sacrílegamente al suelo la sangría.
Entre foto y foto, los comentarios de rigor, las cargadas, las risotadas, la alegría en suma de una fiesta que nos reúne a todos al amparo de las cosas mejores.
Navidad había llegado en otro año en el que a nuestro país se le vuelve a reclamar un año venidero mejor. Y cuando pocos se acuerdan del verdadero sentido de la fiesta, porque ya ha pasado a ser un dulce pretexto para comunicarnos de mano en mano el amor familiar.
Luego les tocó el turno a las selfies graciosas. La perra fiel estaba allí sin saber por qué, pero junto a nosotros, que era lo que nos interesaba. Y hasta los dos gatitos, escrachados en brazos y con los enormes ojos verdes reinventando destellos y sorpresas. Había una toma que juntó abrazados a dos que parecía eran irreconciliables, y otra que delataba la enorme barriga de quien aseguraba estar más flaco.
Cuando le llegó el turno a la última fotografía, aquella que reunía a toda la familia, quien la exhibió rompió el compromiso de evitar las tristezas, porque un enorme lagrimón -camino de sal desde el alma a la mejilla- nos convocó a algo inesperado: en la foto, abrazándonos a dos de nosotros desde atrás y con esa profunda sonrisa que le conocíamos, estaba él, a pesar de que hacía un tiempo que ya no lo teníamos entre nosotros.
