Desde que los milicianos islámicos tomaron el poder de Afganistán, el 15 de agosto pasado al ingresar a Kabul, tras finalizar la ocupación estadounidense de dos décadas, poco se sabe del programa político del gobierno provisorio encabezado por Hibatullah Akhundzada, en su carácter de jefe supremo, salvo que todo se regirá por la sharía, la ley islámica aplicada con fundamentalismo perverso.

Les resulta difícil de encontrar el rumbo de un gobierno con un organigrama establecido a quienes se han movido entre las sombras, utilizando las estrategias de la insurgencia, financiándose con las drogas, y recibiendo aportes de monarquías teocráticas del Golfo que simpatizan con el movimiento. Ahora salen a la luz las necesidades de compatibilizar dogmas con las necesidades básicas de una nación en ruinas.

Según estimaciones de la ONU, por las actividades ilícitas los talibanes tenían ingresos anuales entre 300 y 1.500 millones de dólares, cifras ínfimas para financiar infraestructuras básicas como los servicios públicos y hasta para gastos corrientes como pagar sueldos, y sin ayuda internacional por tratarse de un régimen no reconocido formalmente.

Tampoco dispone de recursos humanos ya que entre los 50.000 evacuados del país asiático por EEUU, se fueron cerebros afganos, como ingenieros, científicos y profesionales altamente capacitados en Occidente o formados por multinacionales establecidas con la ocupación norteamericana. Los talibanes no sólo han querido detener este éxodo de talentos sino que lo pidieron enfáticamente a través de un portavoz del régimen, en los escasos diálogos con la prensa.

Esto es una amenaza cierta de una catástrofe económica y social, agravada por las presiones globales sobre las políticas a implementar en los derechos humanos y en particular el papel de la mujer, históricamente marginada de la vida diaria, y sobre el respeto a la libertad de prensa. Los talibanes han vuelto después de 20 años para conducir un país modernizado por el avance de las tecnologías y atado a la globalización, con el desafío de asegurar la convivencia, una premisa que choca con el fundamentalismo dogmático de su conocido accionar extremista.

Les será duro tranquilizar al mundo con actitudes concretas y civilizadas con la seguridad de que la toma del gobierno afgano no se transforme en una crisis humanitaria, y siempre con las sospechas de albergar al terrorismo organizado, como el Isis y la historia vuelva a repetirse.