Eugenio Cándido Montes nació el 23 de noviembre de 1924 en el seno de una familia de españoles oriunda de Albuñol, Granada, junto a la que llegó en barco al país. 100 años hubiera cumplido hoy, rodeado del cariño de los tres varones que tuvo en San Juan con la madrileña María Esperanza Rubio -Maruja, fallecida hace dos años-: Eugenio, Luis y Andrés (también hubo una niña, la mayor, Eva, que nació en España y murió aquí siendo muy pequeña), quienes les dieron 9 nietos. Fueron ellos los que quisieron recordar especialmente a ese abuelo que aprendieron a amar por terceros… y también por esas obras de arte que toda su vida vieron como algo cotidiano en sus casas, las de familiares y amigos. Es que Eugenio se fue muy joven, tenía apenas 55 años cuando la muerte lo encontró durmiendo, el 30 de mayo de 1980. Sin embargo, en ese corto tiempo de vida, amasó un legado artístico copioso y valioso, más aún a la distancia; y que no solo fue para su descendencia otra manera de conectar con quien había partido tan pronto, sino también testimonio de una prolífica pasión que abrazó siendo muy joven y que ejerció en Argentina y el extranjero.
Hijo de Francisco Montes y Nicolasa Bezunartea, uno de los cinco hermanos menores de Francisco Salvador Montes -que fundó DIARIO DE CUYO en 1947-, supo aportar a la empresa familiar trabajando en cables (hacía las páginas 1 y 2, cuentan) y se destacó con las caricaturas y el humor político para Tribuna de la tarde (a inicios de los “70), viñetas que firmaba como “Candi’. Pero en verdad lo suyo eran los óleos, las tintas, la acuarelas, los lápices… Con ese objetivo viajó a Mendoza, luego a Buenos Aires y en 1951 a España, para estudiar Bellas Artes y colorear personajes, paisajes y costumbres de la tierra que lo vio nacer, donde además se especializó en caricatura y dibujo publicitario. Después de un tiempo en Madrid, a fines de los “50 regresó a San Juan. En todos esos lugares dejó obra: paisajes, retratos, desnudos, naturalezas muertas e incluso banderines y mucho más, pero él nunca comercializó su arte. Dicen en su familia que todo lo obsequiaba a sus afectos. Algunas de esas creaciones pudo disfrutar el público en las exposiciones que hizo en vida; y una docena de ellas -óleos, entre los cuales estaban El kiosco de la plaza, Vieja Esquina y Camino a Vallecito- en aquella que sus hijos organizaron en la sala Santiago Paredes del viejo edificio del Museo de Bellas Artes Franklin Rawson (por calle Av. Rawson), hace un par de décadas, de la que este medio se hizo eco. Hoy buena parte de esa producción permanece en manos de la familia, exhibida o guardada como un tesoro, como esa caja con los pomos de óleos que, apretados por sus propias manos, quedó esperándolo; y que hoy conserva Franco, uno de sus nietos, un ingeniero que heredó el gusto por la pintura.
De momento no hay obra de Eugenio Cándido Montes -cuyo nombre le pusieron a mediados de los “90 a la sala de prensa de la Central de Policía de la provincia- en museos, pero confiesan desde su entorno que es un anhelo de la familia, en algún momento, donar algunos cuadros. La idea es que puedan ser exhibidos como merecen y apreciados por los amantes del arte en esta provincia que él eligió, amó y a la que también supo plasmar con su talento.
> AL ABUELO
“La obra trasciende al artista’ dicen por ahí y sabemos con creces que es así. Hablar de alguien a quien no se conoció en persona es descansar cómodamente en el amor y en el recuerdo de otros. Entre pequeñas y difuminadas anécdotas y bello arte creció en nosotros el amor por un abuelo que no tuvimos. No hizo falta su presencia física para que se anidara en nuestro alma un lugar para él. La obra estaba ahí, en todas las paredes de su casa, en la mía, en la de sus familiares más queridos, en el Cuyo y en el Tribuna, allá en Albuñol en la boca de algunos que, con curiosidad, lo recordaban; en las calles de Mendoza, incluso en el destacamento policial de San Juan.
Era sencillo y mágico a la vez acercar las yemas de los dedos al óleo seco que dibujaba un edificio en alguna calle de Madrid. Se podía estar ahí, aún sentada en el sillón de la sala. Perderse en los ojos de la foto en blanco y negro que colgaba en una pared de la habitación de mi abuela era habitual. No es que uno va por la vida mirando cualquier foto y deseando con el alma que esa persona vuelva y hable aunque sea una vez con vos. No es que ese vaivén de recuerdos siempre sea alegre y divertido. El destino es cruel hasta para darnos belleza, porque eso es lo que mi abuelo dejó en este mundo, la belleza de sus manos que amansaron nuestros ojos y se transformaron en eterno amor.
Me paro frente a cualquier cuadro. Unos pintan un lejano Madrid, otros retratan un desértico San Juan, los kioscos de la plaza 25 de Mayo también están. Unas mujeres desnudas, un niño lustrabotas incluso un Cristo. Dibujos miles, caricaturas a granel. Su maletín con óleos usados también está presente.
No escuché su voz ni acariciaron sus manos mi rostro aniñado, no caminé a su lado ni escuché su risa, no lo vi pintar, no lo vi ser periodista, ni padre, ni esposo ni amigo, ni hombre. No viví en carne propia su esencia más que a través de su arte y eso también suena a pertenecer.
A 100 años de su nacimiento quiero perderme en una de sus obras para homenajearlo y también porque no esperar que venga en sueños a contarme alguna anécdota.
Daniela Montes