“Tras las pruebas selectivas realizadas en Bueno Aires, Antonio Matesevach y Vicente Chancay fueron confirmados como integrantes de la Selección Argentina que participaría de los Juegos Panamericanos Canadá 1967..”, reza textual una importante nota de informe de Diario de Cuyo, con motivo del aniversario de los diez años del fallecimiento del querido Payo…
La vida y tranquilidad habitual del ídolo cambió en las primeras horas de la mañana del 16 de junio de 1967 cuando fue atropellado por un auto que transitaba a 110 km/h por la Autopista 102 de Winnipek.y mientras el entrenaba con sus compañero de la Selección Argentina.
Recuerda la aludida nota que: “A partir de ese momento padeció un largo calvario que incluyó 13 intervenciones quirúrgicas en su pierna derecha, y también en la pierna izquierda para extraerle tejido óseo para los injertos”
Debe haber sido una muerte anticipada la soledad que lo postró en esas tierras extrañas, lejos de sus afectos y su querencia y con tremendos daños físicos que le auguraba el fin de su carrera brillante.
La pierna derecha quedó cuatro centímetros más corta y tuvo una eterna lucha porque el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía no le reconoció los tres seguros de vida.
Pasó mucha agua bajo los puentes del púbico argentino y particularmente sanjuanino, ante la parálisis deportiva del ídolo. Hasta que una de esas tardecitas del gran velódromo del Parque de Mayo, que la ignorancia luego demoliera, vio aparecer por la ilustre entrada del sur una figura fantasmal, si los fantasmas fueran dulces, un aparecido del alma, un deportista elegido: el Payo entraba al magno escenario sanjuanino como en una nube de amor, recibido por miles de gargantas que carraspeaban dolores y ese día susurraban esperanzas.
Y desde entonces volvieron el atardecer de las pasiones, la justificación de un lugar sagrado, bendecido por tanta gente.
El Payo un detalle esencial que yo no había podido encontrar, pero que sabía estaba ahí: entre los pliegues de sus triunfos y epopeyas: la tristeza infinita de su mirada.
Tocaba a la gente con su amor simple, dedicándole frases cordiales, amistad permanente. Bellísimas, merecidas, trascendentes. Este hombre singular que nos visitó a los sanjuaninos parecía atesorar entre los pliegues de sus triunfos y epopeyas el bien y la humildad. Pareció caer en este castigado pero frutal San Juan como esos forasteros que llegan al pueblo con un mensaje nuevo y dejan una estela de murmuraciones, suspicacias y envidias entre los mediocres, el Payo cayó a esta tierra tan extraña y contradictoria desde lo celeste de la sencillez y la disimulada grandeza. Fue amado, idolatrado y profundamente envidiado. José Ingeniero pintaba al hombre mediocre como el envidador por antonomasia. Los mediocres sufren el éxito y la luz ajena. Desde las sombras no puede aguantar el arco iris al que no pertenecen. Los éxitos de los que carecen lo predisponen al odio y la estupidez crónica.
La popular revienta, delira y lagrimea zorzales heridos. La doble Calingasta se dobla de dolor. La ruta a Mendoza no quiere ni mirar al costado para percibir el agitar de una sombra lastimada. El velódromo (que luego la crónica pueblerina reflejaría que un manotazo mezquino e ignorante demoliera junto con todo el Estadio) da vueltas y vueltas de soledad sobre sí mismo, y se trepa a una nube dorada, aquella que copia la triunfal cabellera del Payo, constituyéndose en trofeo sanjuanino, esperanza de una tierra valiente, orgullo de un país gracias a otro sanjuanino ilustre. ¡Fuerza, ausente hermano querido! Dejamos las lágrimas para nosotros, porque un pelotón celeste te ha alcanzado el cielo.