Ochenta y uno años pasaron de aquel fatídico 15 de enero de 1944, día en que la historia de nuestra provincia registra en su devenir un antes y un después. En este breve relato se pretende rescatar a través de la tradición oral uno de esos tantos hechos heroicos que protagonizaron miles de familias sanjuaninas afectadas por el siniestro. Esta es la historia de mi abuela paterna, doña Antonia Guerrero, una mujer de raigambre hispánica que residía en aquel entonces en una modesta propiedad ubicada en el departamento de Chimbas, sobre la actual calle Salta, en ese entonces Las Tapias.
Había llevado una vida difícil, quizá signada por el infortunio. A temprana edad enviudó, dedicándose a la crianza de sus seis hijos, conjuntamente a tutelar la austera producción de su finca.
Aquel aciago atardecer cuando la tierra embravecida comenzó a “galopar”, la primera y natural actitud que afloró en su instinto materno fue la de salvar a sus hijos de la catástrofe.
Rescate heroico
Afortunadamente cinco de ellos estaban ilesos. Pero justamente una sus hijas, postrada por una enfermedad, había quedado atrapada en la robusta casona de adobe. Fue entonces cuando en una intrépida disposición se aprestó a rescatarla. Doña Antonia con gran esfuerzo logró su propósito, salvando a su hija de una muerte segura, ubicándola bajo la protección de un providencial “ligustro”. Lamentablemente, durante el rescate, se derrumbó una pared que le ocasionó mortales heridas.
Al concluir aquellos momentos apocalípticos y siendo ya la medianoche algunos de sus hijos la brindaron dentro de sus posibilidades, algunos auxilios, pero las heridas eran mortales.
Unos vecinos en un carro pudieron llevarla en una improvisada camilla hasta el Hospital Rawson, realizando un obstaculizado derrotero.
Cremación masiva
Aquella fue la última vez que la vieron con vida. A tan tremendo drama se sumaba otra circunstancia desdichada: su cuerpo como otros tantos fue cremado por razones sanitarias.
En este punto hago un alto: varias familias, especialmente de zonas rurales, que vivieron la tristeza de ver morir algún familiar y ante la cremación masiva que se decretó construyeron improvisados féretros y sepultaron a su muertos en las fincas que tenían. Para una familia en aquellos tiempos no sepultar a sus muertos en el “campo santo” era interpretado poco menos como un “rompimiento total de vínculos con el fallecido”. Hete aquí que aparece la figura del insigne sacerdote dominico fray Gonzalo Costa, el cual en un acto piadoso recoge las cenizas de los muertos depositándolas en una urna. De esta manera se logró reconfortar a los entristecidos familiares de mi abuela como a incontables más.
Prof. Edmundo Jorge Delgado
Magister en Historia