Este próximo 30 de septiembre recordamos con toda la Iglesia el día de San Jerónimo, en el marco del mes de la Biblia. Hombre oriundo de Dalmacia, estudió en Roma y vivió un tiempo entre los monjes de oriente donde aprendió muy bien la lengua hebrea. El obispo Paulino de Antioquia lo consagró presbítero, pero las turbulencias de la Iglesia antioquena le retrajeron de establecerse en aquella ciudad. Se trasladó a Constantinopla para escuchar las predicas de san Gregorio Nacianceno, estableció también, en aquel lugar, una gran amistad con Gregorio de Nisa.

En el año 382 el papa Dámaso lo llama a Roma y le encarga la traducción de un nuevo texto latino de la Sagrada Escritura para sustituir las numerosas y deficientes traducciones que circulaban por el mundo Occidental. San Jerónimo trabajó afanosamente en este pedido y su conocimiento de la lengua hebrea y de la geografía palestinense favoreció a introducir en sus comentarios valiosas noticias que ayudaron a la precisión científica del texto.

A esta traducción se la llamó “Vulgata”, es decir “divulgada”, “difundida” y se la identifica en las actuales ediciones críticas de la Biblia con la siglas Vg. Durante varios siglos la Vulgata estuvo íntimamente unida a la historia de la teología, de la liturgia y de la espiritualidad occidental.

Traducción auténtica
En 1546 en el llamado Concilio de Trento, declaró ésta traducción “auténtica”, es decir, la que debía usarse como texto normativo para toda la Iglesia, aunque sin excluir los manuscritos originales hebreos, arameos y griegos.

Hoy al recordar a San Jerónimo, sería bueno preguntarnos: ¿creo en la Sagrada Escritura? ¿Me dejo iluminar por la voz de Dios que me habla? ¿estoy convencido que me puede ayudar a cambiar? ¿Creo en sus efectos transformadores? A Dios hay que llamarlo desde la humildad de nuestro corazón, solo así se deja encontrar.

En Isaías 55:6 leemos: “busquen a Dios mientras se deja encontrar, llámenle mientras esta cercano”. En un hermoso pasaje del libro del profeta Jeremías se nos dice: “cuando encontraba palabras tuyas las devoraba; tus palabras eran mi gozo y la alegría de mi corazón” (Jeremías 15:16); y en el evangelio según san Juan, el apóstol Pedro movido por una inmensa fe en su corazón le dice a Jesús: “Señor donde iremos, solo tú tienes palabra de vida eterna” (Juan 6:66).

Todo hombre está al alcance de la Palabra de Dios porque Dios llegó al hombre en su Palabra: Cristo. El amor de Dios es tan grande por los hombres que nos habló en lenguaje humano.

En la constitución Dei Verbum sobre la divina revelación, del Concilio Vaticano II nos dice: “las palabras de Dios expresadas por medio de una lengua humano, se asemejan al habla del hombre, lo mismo que el Verbo del Eterno Padre, habiendo tomado la debilidad de nuestra naturaleza humana, se hizo semejante al hombre”.

Descubrir la Palabra
Leer la Biblia es descubrir el misterio de Dios en términos humanos, es descubrir La PALABRA detrás de la palabra. Quien descubre la riqueza infinita de la Palabra se deja alumbrar en el camino de la vida. Cuantas personas desaciertan y arruinan la vida por no abrir el corazón a la Palabra de Dios.

San Agustín, en libro de las Confesiones, nos deja un testimonio muy gráfico de haber recuperado la vida descarriada por su encuentro con la Palabra: escuchó la voz de un niño o de una niña, que desde la casa vecina decía y repetía cantando: “toma y lee”, y tomando una Biblia, abrió un pasaje de la Carta de Pablo a los Romanos que dice: “basta de comilonas y embriaguecesàrevístanse de Nuestro Señor Jesucristo”.

Al terminar de leer penetró una profunda y segurísima luz en su corazón que para siempre le disipó toda oscuridad.

Por P. Fabricio Pons