Hoy en día, alrededor de 700 millones de personas en el mundo -el 8,5% de la población mundial- viven en condiciones de extrema pobreza. Son personas que tienen menos de 2,15 dólares al día para sobrevivir. El hecho alarmante que está surgiendo ahora es que después de tanta proclamación de “Hambre Cero”, el proceso de reducción de la pobreza parece haberse detenido. Con la firma de la Agenda 2030, los 193 países de las Naciones Unidas habían colocado la erradicación de esta forma extrema de pobreza como el primero de los 17 objetivos de desarrollo sostenible.
Todos estábamos comprometidos entonces, pero según las proyecciones del Banco Mundial, tendremos suerte si para 2030 el porcentaje de personas en situación de pobreza se ha reducido del 8,5 al 7,3%. Estos datos aparecen junto con muchos otros en el último Informe sobre la pobreza del Banco Mundial, titulado “Caminos para salir de la policrisis. Informe Pobreza, Prosperidad y Planeta 2024”.
Nos enfrentamos a crisis múltiples y simultáneas cuyas interacciones amplifican el impacto general. La pandemia, la desaceleración del crecimiento económico, la explosión de nuevos conflictos, el progreso insuficiente en el reparto de los beneficios de las nuevas tecnologías, por citar solo algunos ejemplos, son fenómenos relacionados entre sí y se encuentran entre las causas de la ineficacia en la lucha contra la pobreza.
Causas de la pobreza
Pero si es cierto que estas crisis recientes desempeñan un papel decisivo, también es cierto que la pobreza tiene raíces antiguas y aliados culturales.
Lo demuestra el hecho de que el escándalo de la pobreza rara vez se percibe en su gravedad real debido a la “aporofobia” frecuente, una ola rampante de desprecio hacia los pobres en los países ricos. Una cultura del desprecio acentuada porque los pobres son vistos con desconfianza y sospecha: “¿Por qué no trabajaron más duro? ¿Cuántas oportunidades han desperdiciado? ¿Por qué deberíamos ayudarlos si ellos son los principales responsables de sus desgracias?”. Sabemos bien que las causas remotas de la pobreza están en otra parte. Esto se explica muy bien por los trabajos de Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, los tres economistas que recibieron recientemente el premio Nobel 2024 por sus “estudios sobre la formación de instituciones y su influencia en la prosperidad”. La pobreza, como la prosperidad, de algún modo son construcciones sociales. Son consecuencias de las instituciones, de las reglas que influyen en el funcionamiento de la economía y de los incentivos que motivan a los individuos.
Acemoglu y Robinson en su libro “Por qué fracasan las naciones”, se centran en los procesos de colonización de muchos países del África subsahariana, el sur de Asia y América Central, destacando cómo en algunos casos los europeos han establecido instituciones puramente “extractivas” en sus colonias, capaces de producir valor económico a partir de recursos naturales y del trabajo de esos pueblos, y sacarlo de los lugares de producción, que así se empobrecían cada vez más.
En otros países, las instituciones son más bien “inclusivas” y alientan la participación de las personas en la vida económica, produciendo bienes públicos, animándolas a aprovechar al máximo sus capacidades y permitiendo que cada uno elija su ocupación preferida. Al desocupado hay que darle herramientas. Estas instituciones “inclusivas” invierten en los dos principales motores del crecimiento: educación y tecnología.
Por el Pbro. Dr. José Juan García