Mañana, seis de enero, celebramos la Solemnidad de la llamada Epifanía del Señor, leemos el texto de Mateo 2,1-12: “Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo”. Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: “En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”. Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles: “Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo”. Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino”.

En el griego antiguo “epifaneia” y los términos afines significaban, en su sentido religioso, la aparición visible o manifestación de una divinidad que traía la salud para el pueblo. Los cristianos aplicaron este término a la manifestación salvadora del Hijo de Dios.

En Jesucristo Dios se ha manifestado al mundo para salvar a su pueblo y a la humanidad entera. Su venida había sido anunciada desde antiguo en las Sagradas Escrituras. Su nacimiento sería “proclamado” por una estrella, y Él sería Rey de Israel: “de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel” (Núm 24, 17). La luz que brillaría sobre Israel alcanzaría con su resplandor al orbe entero (Is 60, 1-6): al tiempo que reunirá a los hijos de Israel, atraerá también a quienes no pertenecen a este pueblo: “sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora”. Este Rey traerá la salvación no sólo al pueblo de Israel, sino también al orbe entero, a toda la humanidad sumergida en tinieblas.

El lugar de su nacimiento estaba también profetizado: “En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta: “Y tú, Belén, tierra de Judea, no eres ni mucho menos la última de las ciudades de Judea, pues de ti saldrá un jefe que será el pastor de mi pueblo Israel”.

Una brillante estrella anunció y señaló el lugar del nacimiento del Rey-Salvador. Entonces “unos magos de oriente”, al ver su brillo intenso, se pusieron en marcha cargados de riquezas para ofrecerlos a este Rey. Ellos representan a los pueblos del orbe entero, son los que “inundan” la ciudad santa con “una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Saba, trayendo incienso y oro, y proclamando las alabanzas del Señor”.

Los cristianos han representado a los magos de oriente como reyes, probablemente por influencia de la profecía de Isaías. Que sean “tres reyes magos” se debe al mismo número de regalos que le ofrecen al Niño: oro, incienso y mirra. Muchos Padres de la Iglesia han querido descubrir un valor simbólico en los regalos. En el ofrecimiento del oro se suele ver el reconocimiento a la dignidad de su realeza; en el incienso, por su carácter sutil, un reconocimiento de la divinidad de Jesús; y en el ofrecimiento de la mirra un reconocimiento de la humanidad de Cristo.

Por el Pbro. Fabricio Pons SCD