Posiblemente no valga la pena recordar por qué no se casaron por la ceremonia religiosa, pero lo cierto es que él siempre tuvo clavada por esto una espinita, y le pareció avizorar de que en algún momento esa ilusión se realizaría. El fallecimiento de su esposa frustró el pequeño gran sueño, que también fue el de ella.
Sin ser creyente practicante, de vez en cuando solía visitar la capilla del pueblo. Se sentaba en la última fila y escuchaba misa con algunas distracciones porque, generalmente, por su corazón bullía, como un ruiseñor infante, la representación de su imagen regresando del altar del brazo de su amada ataviada de largo vestido blanco, mientras a los costados los amigos y familiares sugerían en sus miradas que veían en ese momento uno de los más felices de sus vidas.
Entre arrullos de golondrinas que volvían dispersas al regazo del año por el cauce de setiembre, se fue anunciando la primavera con la tibieza y el candor de una adolescente. Tiene un perfume extraño la primavera; se percibe en el aire un augurio de nueva vida, un mensaje de reintegrada adolescencia.
Se prometió él volver ese domingo a la iglesia de la cual se había alejado unos meses. Era misa de las siete de la tarde y llegó enfundado en un traje que hacía años no se ponía y olía a viejo. Como siempre, se colocó en el último banco. Tenía el templo una palpitación solemne, un ambiente de nuevo lujo y vida.
Llegó el momento de la eucaristía. Se levantó extrañamente emocionado y se colocó en el último lugar de la larga fila para recibir la hostia.
Cuando ello ocurrió, se volvió y vio a su lado una mujer de más o menos su misma edad. Entonces, por lo bajo y con enorme recato, le propuso que volvieran del brazo. La mujer le dijo sí. De ese modo, lentamente y como saludando a ambos costados del largo pasillo central, salieron a la calle, donde un remezón del leve viento hizo llover sobre sus cabezas pétalos de la glicina, al modo del arroz que la costumbre lanza a los novios a la salida del templo.
Él tenía a su lado a una bella mujer de largo vestido níveo con un hermoso tocado y en sus manos un discreto ramo de madreselvas que prolongaban el blanco en un temblor imperceptible al modo de un manantial de azúcar.
Casi sin pensarlo, subieron a un automóvil antiguo que se detuvo en el lugar y ordenaron al unísono enfilar hacia el futuro, un porvenir que tenía cargado tanto de pasado que casi no dejaba resquicio para una nueva realidad, pero que en silencio y con sendos recónditos proyectos decidieron transitar.
Se tomaron las manos con naturalidad. Se miraron varias veces de reojo con recatada intención de un beso. Nadie sabe si eso ocurrió, aunque era probable, porque el automóvil antiguo arrancó hacia el sitio de sus historias e intimidades.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.