Era nuestro primer viaje a Buenos Aires. Todo nos sedujo en esa asombrosa ciudad de mil rostros y sensaciones. Nuestros ojos adolescentes escudriñaban hasta lo que para ellos seguramente era insignificante y para nosotros un descubrimiento.
Entrábamos a un cine de la calle Suipacha. Nunca olvidaré el perfume de una señora lujosamente ataviada con tapado de piel blanca: “Intimate”, dijo mi madre que era esa fragancia; estaba de moda y se notaba a la legua que era de calidad. Desde entonces lo conservo atado a la memoria, en uno de sus rincones donde reside la entidad de los olores, como se conserva la evocación de un acontecimiento, un grito o una imagen. Aquella rubia señora de unos 40 años posiblemente no viva, pero su estampa permanece sustentada en el perfume que atesorara desde entonces y para siempre un adolescente.
Borges observa que los hechos no tienen entidad en sí; son lo que son por la época que expresan.
Conmigo seguramente se irá el olor del pan recién horneado por mi abuelo o mi tía Tita y el aroma del jazmín y la madreselva que regaba mi abuela; o el de la enorme magnolia que estaba en los fondos de la cancha de básquet que hoy es el estadio “Aldo Cantoni”, que hace tantos años fue corrida de la vida, pero que este niño que me sobrevive la conserva en el pecho.
No podremos olvidar jamás el olor de los chorizos cocinados en diluido vino blanco, a la salida de las canchas de fútbol, cuando este glorioso deporte llenaba los estadios de la provincia y mi padre temblaba en las tribunas de tablones de su querido Independiente, esperando el empate que siempre se hacía rogar para los clubes chicos, como en la vida.
Es rigurosamente cierto que el olor a lluvia es un augurio de que en pocos minutos lloverá, y que durante unos días nos dejará en el alma una mezcla de paz y de tristeza, ¡vaya uno a saber por qué!; y que jamás se esfumará de nuestros recuerdos. Como que el aroma de ciertas flores nos acorrala entre una historia de primera novia y alguna muerte velada cuando niños.
En esa reminiscencia extraña de los perfumes, donde perduramos como protagonistas constantes de nuestra historia, todavía me asalta el olor de las papas con leche que mi madre nos cocinaba con tanta frecuencia desde su ternura y desde las reales posibilidades de un hogar humilde; y vivo ese olor con la misma dulzura que recibíamos el momento de comer juntos y el hastío de aquel: “otra vez papas con leche”.
Recostado en la reflexión de Borges: el eucaliptus huele a invierno, el aroma del asado a juntada de amigos o familiares, el olor al locro a cocina pobre, el de un perfume barato a tardecita dominguera de barrio; algún aroma extraño, indescifrable, a un encrucijada con el futuro.
Las fragancias percibidas nos acompañarán muchas veces durante la vida; son parte de nosotros, de nuestra historia de sentimientos, descubrimientos y vivencias. Los perfumes que alguna vez nos tocaron más allá del contacto, para tutearse con el alma, nos recorren entero, incorporados a la sangre. Se puede borrar de la memoria los detalles del día en que “ella” ni siquiera lo miró, de aquel otro cuando le confió el amor o aquel cuando se separaron; pero jamás abandonará el perfume que ella solía llevar como un emblema, como un encargo de rosas, para que nunca la olvidara.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete