La participación del papa Francisco en el G-7, a mediados de junio próximo, será un acontecimiento de vital importancia porque supone un paso más en el camino inaugurado hace medio siglo, en 1965, por Pablo VI, el primer pontífice que habló en una asamblea general de la ONU. A lo que siguieron las intervenciones de Juan Pablo II, Benedicto XXI y finalmente del propio Francisco. La invitación -que proviene de la primera ministra italiana Giorgia Meloni- dice algo muy claro: en un mundo lleno de promesas, pero también presa de temores, la Iglesia viene reconocida como una voz autorizada que tiene algo que decir en cuestiones de interés general. La Cátedra de Pedro es vista como ámbito dedicado a la defensa de los “bienes comunes universales”: la paz, el medio ambiente, la dignidad “infinita” del rostro humano, la libertad religiosa, el rechazo firme a la trata de personas, etc. Y ahora, en relación a los grandes cambios que se anuncian con las aplicaciones de la inteligencia artificial.

Son bienes de los que también se ocupa la Política, los Estados, ONG’s, etc. No faltan quienes sospechan que la Santa Sede quiere “jugar a la política”. Pero no se trata de eso.

En realidad, la invitación dirigida a Francisco tiene que ver con las dudas y dificultades que hoy la misma política reconoce tener para afrontar los grandes problemas de nuestro tiempo. Sin precedentes en escala y complejidad.

No sin sorpresas, se crean así las condiciones para una reedición sobre bases nuevas del diálogo entre política y religión. Una articulación nunca resuelta del todo en la antigüedad y aún por construir en la actualidad.

Francisco sabe que el riesgo lo vale: “facilitar” en encontrar el camino hacia el futuro. En el mundo en que vivimos, el punto de vista religioso puede ayudar a la política -y con ella a la economía y la ciencia- a lograr ese florecimiento de la humanidad al que todos dicen aspirar. Sin quedar atrapados en la indispensable pero estrecha lógica de los intereses materiales o las visiones partidistas.

Para la Iglesia, ser recompensada con tal reconocimiento implica una gran responsabilidad.

¿Pero qué implica esto? Lo primero tiene que ver con la calidad de su presencia en el mundo. La expresión de Pablo VI que definió a la Iglesia como “maestra de humanidad” ha quedado en la memoria colectiva.

Pero no basta con confiar en una tradición tan noble. De hecho, es la capacidad de renovar la cercanía a la humanidad en sus pliegues más profundos y olvidados lo que puede seguir autorizando a la Iglesia a hablar a un mundo cada vez más avanzado.

Lo segundo: no sólo a la Iglesia católica le cabe el llamado, sino también a otras confesiones religiosas venerables, de algún modo representadas en la presencia de Francisco. Al punto al que hemos llegado, el diálogo interreligioso es un horizonte que no se puede ignorar. No hay vuelta de hoja para atrás.

Si quiere seguir siendo “voz de quienes no tienen voz” -los más vulnerables- entre aquellas potencias que a menudo los olvidan, la Iglesia está llamada a renovar su cercanía a la experiencia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Se supera así los miedos que a veces bloquean el soplo del Espíritu.

Respetando los respectivos ámbitos que contribuyen, desde diferentes “autonomías”, todos deben contribuir con lo mejor de sí al pleno florecimiento pacífico y justo de la humanidad. Este es un paso obligado.

Por Pbro. Dr. José Juan García.