En este domingo leemos en comunidad el Evangelio de san Marcos 14, 12-16.22-26: El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron a Jesús sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la cena de Pascua?”. Él envió a dos discípulos, diciéndoles: “Vayan a la ciudad, les saldrá al paso un hombre que lleva un cántaro de agua; síganlo y, en la casa en que entre, digan al dueño: ‘El Maestro pregunta: ¿Cuál es la habitación donde voy a comer la Pascua con mis discípulos?’ Les enseñará una sala grande en el piso de arriba, acondicionada y dispuesta. Prepárenla allí”.
Los discípulos se marcharon, llegaron a la ciudad, encontraron lo que les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomen, esto es mi cuerpo”.
Después, tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron.Y les dijo:
“Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad les digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios”. Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos”.
El evangelio expone la preparación de la última cena de Jesús con los suyos y la tradición de sus gestos y sus palabras en aquella noche, antes de morir. Sabemos de la importancia que esta tradición tuvo desde el principio del cristianismo. Aquella noche Jesús hizo y dijo cosas que quedarán grabadas en la conciencia de los suyos. Con toda razón se ha recalcado el “hagan esto en memoria mía”. Sus palabras sobre el pan y sobre la copa expresan la magnitud de lo que quería hacer en la cruz: entregarse por los suyos, por todos los hombres, por el mundo, con un amor sin medida.
Marcos nos ofrece la tradición que se privilegiaba en Jerusalén, mientras que Lucas y Pablo nos ofrecen, probablemente, “las palabras” con la que este misterio se celebraba en Antioquía. En realidad, sin ser idénticas, quieren expresar lo mismo: la entrega del amor sin medida. Su muerte, pues, tiene el sentido que el mismo Jesús quiere darle: una muerte redentora.
No pretendió que fuera una muerte sin sentido, ni un asesinato horrible. No es cuestión de decir que quiere morir, sino que sabe que ha de morir, para que los hombres comprendan que solamente desde el amor hay futuro.
En aquella noche “nació” la Eucaristía, el sacramento que nos une a ese misterio de la vida de Dios mismo, que nos la entrega a nosotros de la forma más sencilla.
La Eucaristía no es premio, ni certificado de buena conducta. Es “alimento”, pan de vida, fuerza del débil, sostén del discípulo que anuncia, sirve y camina.
Cada Eucaristía que viene a nosotros, nos une íntimamente a El, nos convierte en sagrarios de lo divino, y por tanto unidos más que nunca.
Y en este domingo, la Iglesia que cree y se alimenta del Pan del Cielo, adora y alaba a Jesús presente y lo expone incluso por las calles de cada Ciudad o Barrio, para que lo sintamos cercano y podamos prostrarnos ante Él, en actitud orante.
Donde está la Eucaristía, está la Iglesia. La Eucaristía “fraterniza”, nos hace más hermanos, más familia, más comunidad. ¿Nos dejamos cautivar por ese Pan Blanco? ¿Lo sentimos cerca? ¿Lo adoramos? Dios tiene sed de tu corazón.