Este domingo leemos en comunidad el evangelio de san Juan 6, 51-58: “En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.
Disputaban los judíos entre sí: “¿Cómo puede este darnos a comer su carne?”.
Entonces Jesús les dijo: “En verdad, les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de los padres de ustedes, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre”.
El evangelio de Juan lleva a su punto culminante del discurso del pan de vida, porque aparecen con un realismo indiscutible los elementos sacramentales de la eucaristía. Es, probablemente, el texto más explícito sobre este sacramento que se practicaba en la comunidad, por el que probablemente eran criticados los cristianos. Juan no nos describe la institución de la eucaristía en la última cena; por ello, los especialistas han visto aquí el momento elegido por el evangelista para poner de manifiesto las ideas teológicas sobre este sacramento clave que “hace” a la comunidad. Porque donde está la Eucaristía, está la Iglesia en esplendor.
En este momento se usa el verbo “trogein” (comer; en el tema del maná en los versículos anteriores, se ha usado el verbo fagein) que tiene un verdadero sentido sacramental, ya que comer “la carne” y beber “la sangre”” no pueden hacerlo los humanos (prohibido en Lv 17,10) más que en sentido sacramental. El valor semítico de la palabra “carne” sirve para designar la condición humana, la vida humana, del Hijo del Dios.
Nos encontramos ante la radicalización del discurso de Cafarnaún: la carne, en este caso es lo mismo que el cuerpo, y el cuerpo representa a la persona y la historia misma de Jesús que se ha sacrificado y entregado por “el mundo”. El autor nos pone frente al sacrificio redentor de la cruz, sin mencionarlo directamente, más que por medio de “dar” o “entregar”. El sentido del “comer” al Hijo del hombre es una expresión de mucho peso que apunta a poseer su vida, su palabra, sus opciones, sus sentimientos filiales.
Es una comunión con su vida, esa vida que entrega por todos los hombres y que en la eucaristía vuelve a entregar como el resucitado. Si El Hijo vive por el Padre que le entrega su vida, nosotros vivimos por Jesús que nos entrega la que ha recibido. Es todo, pues, un misterio de donación el que acontece en la realización de la eucaristía.
Aquí está la fuerza del misterio de la eucaristía en la comunidad: ser una donación sin medida. San Agustín decía: “la medida del amor es amar sin medida”. El Pan del cielo nos alienta a ello.
La Eucaristía es “alimento” para una vida cristiana que convierta el corazón de cada uno y el mundo. Es fuerza para la lucha contra la guerra, la discriminación, la envidia, el sentimiento de superioridad y cualquier forma de corrupción. La Eucaristía “fraterniza”, hace la Comunidad, es Pan para vivir como cristianos presentes en el mundo como buenos ciudadanos. La Eucaristía es fuerza de una Iglesia que en San Juan ya está en camino de fuerte renovación a través de su Tercer Sínodo. Recemos por él.
Por el Pbro. Dr. José Juan García