Ya sé que allí no está la casa de mi infancia. Mejor dicho, que no se la ve allí. Pero yo la veo. Tengo en la memoria duplicado el mundo que me tocó vivir. En una de las versiones se ve el paisaje actual, y en la otra transcurre, como una larga película, el paisaje pretérito.
Ahí está mi casa, en la misma esquina. Mi madre está barriendo la tardecita, acorralándola hacia el oeste. Tiene ese vestidito que creo es estampado en verdes y amarillos, y la escoba se le prolonga como varita hacedora de ilusiones que se desmayan en el piso levemente mojado. Sé perfectamente que mi padre ha de llegar a eso de las ocho, con su cansancio y su buena estampa. Que en algún lugar del alma universal están los dos abrazaditos tratando de reconstruir la vida y el amor. Que aquel gato cabezón de dos colores, está persiguiendo palomas por los escondrijos del verano, y que ya nos estamos descolgando con Hugo desde la canchita de enfrente, ajados de pelotazos y viento, vigorosos de adolescencia y sueños.
Hace unos días demolieron la casa de la María Julia en la esquina que ya no se llama Victoria y Las Mercedes, pero yo clarito aquella casa de su padre escultor, porque las porfías de la nostalgia se encargan de volver a la vida.
Si uno se fija con ojos de hoy (una mirada que pueda evadirse del corazón), percibe un vacío en esa esquina; pero es imposible mirar sin nosotros, sin esa carga de ademanes y vivencias de las que estamos formados; por eso, cuando veo que aún, inexpugnable, cerca de la confluencia de las viejas calles, ha quedado intacto un escalón donde los otoños nos sentábamos a imaginar amores, y donde alguna vez lloramos, me doy cuenta desde dónde me protege mi cielo, desde qué peque las cosas y grandes fantasías comencé a hacerme hombre.
Chau, Lulo; esta tarde te vi mal, como derrotado. No logro saber por qué olvidé el nombre de la vecinita que me tenía a mal traer en aquellos sueños adolescentes, y a quien nunca se lo dije, y que así como vino de golpe al barrio, se fue. En aquella esquina de enfrente, la de los Figueroa, se ha armado una chaya que salpica al sol. A una cuadra hacia el sur, la Libertador se cruza con arterias de ripio, y una fogata colorea niños y gorriones escondidos. Hacia el norte, la calle Aberastain custodia los parrales de Conti. En el viejo Parque de Mayo, la Isla construye fantasías de chicas humildes y noviecitos incipientes, y emborrachan la noche algunos rufianes. Miro de reojo la equina. Mientras llego a casa, voy guardando en el pecho una historia indeleble. Felizmente.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.