Este domingo leemos en comunidad el evangelio de san Marcos 10, 2-16: “En aquel tiempo, acercándose unos fariseos, preguntaban a Jesús para ponerlo a prueba: “¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?”.

Él les replicó: “¿Qué les ha mandado Moisés?”.

Contestaron: “Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla”.

Jesús les dijo: “Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”.

En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo.

Él les dijo: “Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio”.

Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:

“Dejen que los niños se acerquen a mí: no se lo impidan, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. Quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos”.

El evangelio de hoy nos muestra que una disputa, la del divorcio, tal como se configuraba en el judaísmo del tiempo de Jesús. La interpretación de Dt 24,1, base de la discusión, era lo que tenía divididas a las dos escuelas rabínicas de la época; una más permisiva (Hillel) y otra más estricta (Shamay). Para unos cualquier cosa podía ser justificación para repudiar, para otros la cuestión debería ser más pensada. Pero al final, alguien salía vencedor de esa situación. Naturalmente el hombre, el fuerte, el que hacía e interpretaba las leyes.

Pero a Jesús no se le está preguntando por las causas del repudio del hombre contra la mujer, o por lo menos desvía el asunto a lo más importante. Recurrirá a la misma Torah (ley) para poner en evidencia lo que los hombres inventan y justifican desde sus intereses, y se apoya en el relato del Génesis de la primera lectura. Dios no ha creado al hombre y a la mujer para otra cosa que para la felicidad. ¿Cómo, pues, justificar el desamor? ¿Por la Ley misma? ¿En nombre de Dios? ¡De ninguna manera!

Por ello, todas las leyes y tradiciones que consagran las rupturas del desamor responden a los intereses humanos, a la dureza del corazón; por lo mismo, el texto de Dt 24,1 también. Jesús aparece como radical, pero precisamente para defender al ser inferior, en este caso a la mujer, que no tenía posibilidad de repudio ni de separación. Como la mujer encontrada en adulterio que no tiene más defensa que el mismo Jesús (Jn 8,1ss). Querían la pena de muerte para ella, pero el Señor la perdonó y redimió, sobrenatural y civilmente.

Hace unos años el papa Francisco escribió la Exhortación Apostólica que tituló “La Alegría del Amor”. Una mirada desde Jesús, haciendo una interpretación profética del amor matrimonial partiendo de la creación. Y es que el garante de la felicidad y del amor es el mismo Creador, nos dice Jesús. Dios quiere el matrimonio fundado en el amor que perdura, en el amor que comprende y es paciente. De última, la paciencia es el amor hecho tiempo. Y el “sí” del amor se renueva todos los días y arroja su mejor fruto: la alegría del corazón.

Por el Pbro. Dr. José Juan García