Este domingo leemos en comunidad el evangelio de San Marcos 10, 17-30: “En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”.

Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”.

Él replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde mi juventud”. Jesús se quedó mirándolo, lo amó y le dijo:

“Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”.

A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste porque era muy rico.

Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: “¡Qué difícil les será entrar en el reino de Dios a los que tienen riquezas!”.

Los discípulos quedaron sorprendidos de estas palabras. Pero Jesús añadió: “Hijos, ¡qué difícil es entrar en el reino de Dios! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”.

Ellos se espantaron y comentaban: “Entonces, ¿quién puede salvarse?”.

Jesús se les quedó mirando y les dijo: “Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo”.

Pedro se puso a decirle: “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”.

Jesús dijo: “No hay nadie que haya dejado casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, que no reciba ahora, en este tiempo, cien veces más -casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones- y en la edad futura, vida eterna”.

El evangelio nos ofrece una escena muy conocida: el joven rico y su pretensión de obtener la salvación: “heredar la vida eterna”.

Es decisivo para entender este pasaje la llamada al “seguimiento” pleno a Jesús y el tener un tesoro en el cielo. Jesús le propone al joven un camino de radicalidad, que implica renunciar a sus riquezas. Es una llamada a hacerlo todo de otra manera, con sabiduría. No es una llamada a una vida de pobreza absoluta entendida materialmente, sino de pobreza en tanto desapego de los bienes materiales que hace posible ser generoso.

Las riquezas: poseerlas, amarlas, buscarlas a toda hora, vivir “obsesionado” por ellas, es un modo de vida que define una actitud contraria a la medida del Reino de Dios y a la vida eterna: es poder, seguridad, placer… todo eso no es la felicidad. El dinero es un bien en sí, pero siempre quiere “multiplicarse”. Tiene afán reproductor. No se contenta con lo que es; ambiciona más. Cuidado: que no nos ponga sus cadenas. Y terminemos siendo esclavos.

En la mentalidad judía, ser un hombre de riquezas y ser justo iban muy unidos. Es eso, por lo mismo, lo que desbarata Jesús para este joven con su planteamiento del seguimiento como radicalidad. Pensar que el seguimiento de Jesús es una opción de miseria sería una forma equivocada de entender lo que nos propone esta historia evangélica.

Por eso tiene sentido lo que después le preguntarán los discípulos cuando Jesús hable de que es muy difícil que los ricos entre en el Reino de los Cielos; porque no son capaces de descodificarse de su seguridad personal, de su justicia, de su concepción de Dios y de los hombres. No es solamente por sus riquezas materiales (que siguen siendo un peligro para el seguimiento), sino por todo su mundo de poder y de seguridad.

Este joven es rico en bienes materiales, pero también morales, porque cumple los mandamientos. ¿Pero eso bastaba? ¡No! Jesús lo quería Apóstol. La ceguera espiritual no le permite ver que sus riquezas le están robando la verdadera sabiduría y el corazón.

El pasado 4 de octubre celebramos el día de San Francisco de Asís. Dejó todo, se casó con la “Dama Pobreza” y fue rico en su alma. Compartió lo que tenía y fue feliz. Un ejemplo absoluto. “Apegarse” a los bienes genera codicia, y trae innumerables dolores de cabeza. San Francisco nos enseña a vivir con austeridad y ser felices en ella.

Las cosas no dejan -aunque muchas- de ser simplemente cosas. Hay otra riqueza -la interior, la de las virtudes- que no envejece ni daña.

Por el Pbro. Dr. José Juan García