El Día de San Juan, la Catedral lo festeja generalmente con las tradicionales fogatas que, según la leyenda, encarnan de algún modo la vuelta del sol a la vida. Por eso revivo mis recuerdos de la niñez.

Diez días antes de la fecha, comenzábamos a juntar ramas y yuyos. Los muchachones del barrio nos habían mandado a los más pibes. Había que armar la fogata más grande de San Juan. Ni siquiera sabíamos bien qué era eso. Hasta que algún impaciente encendió una pequeña anticipándose a los festejos y fue cuando descubrimos -azorados- el rito del fuego en libertad, sentimos cómo la noche se consumía en esa pequeña antorcha por nosotros fabricada; de qué modo éramos actores de un hecho emocionante, en una de esas heladas noches de junio sanjuanino. El “San Juan” y luego el “San Pedro”. que en días más debíamos festejar.

El fuego consume cosas, pero inventa leyendas, sueños, de golpe resucita fulgores, vida, nos eleva a la magia de la luz provocada, pinta gigantescas luciérnagas en la obscuridad, es fantasía en ebullición; habíamos llegado hasta uno de los rubores más estupendos de la naturaleza.

En casa nos recomendaban no acercarnos a esas imponentes hogueras. Lo que venía con tanta promoción en el barrio, nos provocó una inquietud extraña, y varias noches, en el sueño, se vieron encendidas innumerables fuegos imaginarios que a toda costa queríamos tener entre nosotros.

Llegó el día esperado. Nuestra fogata era, aparentemente, la más alta, aunque había una, a unos 80 metros, que parecía más ancha. Esa noche llegamos hasta el campito portando más ramas, porque es una obra que uno nunca quisiera acabar, como los sueños o el amor. Ya los más grandes acomodaban en la cima el muñeco lleno de sal. A la hora señalada, los ojos clavados en ese gigante de paja y ramas, el más grande de los muchachos encendió una antorcha y se la tiró junto a un grito de triunfo. Entonces el alma se nos alumbró ante el estallido majestuoso del chisporroteo y las lenguas amarillas, azules, rojas que se elevaron al cielo. En la cúspide, la marioneta llena de sal se sació de lumbre, sus brazos intentaron ademanes de sangre; su cabeza se inclinó y en segundos fue una luz trizada, un montoncito de melancolías, un gorrión muerto. La helada noche de junio se amorató y se hizo niña enamorada. A metros, otra fogata se extinguía antes que la nuestra, que seguía latiendo en el pecho de las sombras calcinadas. Los niños corríamos enloquecidos a su alrededor, trayendo más ramas para que el ritual no terminara nunca. La hoguera lentamente se fue deshojando como rosa muerta, hasta que quedó enhiesto en su centro el gran tronco fundacional, como un enorme brazo sin venas.

Cuando nos disponíamos a disfrutar de los restos de la ceremonia, alguien puso en la noche un grito cortante; acababa de morir el viejito de la esquina. Despaciosos, mutilados por el anuncio, comenzamos a dispersarnos mirando de reojo las llamas que, lentamente se achicaban, se esfumaban, se inmolaban por respeto a una más tangible muerte que desde una esquina del barrio se proclamaba.

La Catedral mayor tomó el color aquel de la infancia. San Juan de los cataclismos suele volver a la vida con la arrebato del amor resucitado.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete