El 3 de junio se celebra el “del Día de la Formación profesional”. Fecha más que oportuna para reflexionar sobre la importancia de las profesiones. La profesión supone una comunidad organizada, dentro de la cual los distintos trabajos se distribuyen a los fines de lograr entre todos, el bien común de la sociedad. De allí que las profesiones llevan ínsita una proyección social que determina que su recto o equívoco desempeño repercuta directamente sobre la sociedad toda. Por eso debe ejercer sus deberes profesionales con la conciencia de saber que está llamado al mejoramiento del proceso social. No alcanza el mero apego a formalismos que hace del cumplimiento de la norma, el último fundamento de la legitimidad de nuestras conductas profesionales. Hace falta más, mucho más… A veces supone un salto al vacío siguiendo aquel ideal que despertara nuestra vocación profesional.

La ética como camino

Pero como no deseamos enrolarnos en el pesimismo antropológico que nos deja anclados en la desesperanza y la claudicación, preferimos abonar la tesis del realismo aristotélico que entiende a la ética como un orden de la actividad humana, encaminada al logro de aquel fin al cual se orienta. De allí es que a la postre la eticidad de nuestras conductas se dirima en el ámbito de los fines que perseguimos. Y como “orden”, implica un camino que cada cual construye en búsqueda de sus fines particulares. Camino que por otra parte es gradual y progresivo. La misma fragilidad humana, hace que sabiendo donde está el fin que en definitiva es nuestro bien, muchas veces erremos el camino o los medios para llegar a él. Por eso es que los yerros y caídas están llamados a ser vividas como una oportunidad y no como derrota. Una oportunidad de erguirse y avanzar.

El ejercicio de las virtudes

Aristóteles establece un importante principio para la vida profesional: no basta un acto solo para calificar a un hombre de bueno o malo. Son las virtudes y los vicios, como hábitos conseguidos tras un prolongado ejercicio de decisiones libres, los que nos permiten emitir un juicio de la moralidad de la conducta humana. La virtud, a diferencia del automatismo, tiene su origen siempre en la libre actividad humana a través del ejercicio continuado de actos buenos. Por eso la adquisición de una virtud, al llevar a cabo una profunda conformación moral de todo el ser humano, supone siempre en el hombre un progreso en su perfección personal. De allí que podamos afirmar que una persona enriquecida de virtudes morales tendrá facilitado el camino de un progresivo mejoramiento técnico profesional. Las virtudes morales influyen notablemente en el desarrollo de la actividad profesional, favoreciendo el esfuerzo por conseguir la competencia que a cada uno le corresponda. La misma perfección del trabajo humano exige, junto a los hábitos técnicos y habilidades, la posesión de virtudes morales. Por eso el trabajo profesional no puede reducirse a fuente de recursos económicos. Tampoco ayuda el obrar autónomo frente a la ética, porque nunca es un fin, sino un medio. Primeramente, es realización moral de la propia personalidad, de los proyectos y de las aspiraciones nobles de cada uno y expresión de la solidaridad humana. Solo así la moral profesional evita caer en un exasperado conflicto de valores que erradamente se creen negociables.

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo