En una entrega anterior, habíamos escrito sobre la “actitud sinodal” que estamos viviendo hoy en la Iglesia Católica. Una fuerte invitación a escucharnos mutuamente y recorrer juntos el camino de la vida cristiana y evangelizadora.

Hay ricos antecedentes de esta actitud sinodal en las primeras épocas del cristianismo.

La perseverancia en el camino de la unidad a través de la diversidad de lugares y culturas, situaciones y tiempos, es el desafío al que debe responder el pueblo para caminar en la fidelidad al Evangelio. La sinodalidad se manifiesta desde el comienzo como garantía y encarnación de la fidelidad creativa de la Iglesia a su origen apostólico y a su vocación católica.

En el comienzo del siglo II, el testimonio de Ignacio de Antioquía describe la conciencia sinodal de las diversas Iglesias locales, que sólidamente se reconocen como expresiones de la única Iglesia. En la carta a la comunidad de Éfeso, afirma que todos sus miembros son “compañeros de viaje”, en virtud de la dignidad bautismal y de la amistad con el Salvador. Destaca además el orden divino que hace a la Iglesia: el colegio de los Presbíteros es el consejo del Obispo y todos los miembros de la comunidad, cada uno con su aporte, están llamados a edificarla.

San Cipriano di Cartago, heredero e intérprete de esta Tradición en la mitad del siglo III, formula el principio episcopal y sinodal que debe regir la vida y la misión en nivel local y universal: si es verdad que en la Iglesia local nada se hace sin el Obispo, es también verdad que nada se hace sin el consejo de los presbíteros y diáconos y sin el consentimiento del pueblo.

En el 325 se celebra en Nicea el primer Concilio ecuménico, convocado por el emperador. Mediante el ejercicio sinodal del ministerio de los obispos, se expresó institucionalmente, por primera vez en el nivel universal, la autoridad del Señor resucitado que guía y orienta en el Espíritu Santo el camino del Pueblo de Dios.

A partir del siglo IV se forman provincias eclesiásticas que manifiestan la comunión entre las iglesias locales y están presididas por un Metropolita. En vista de deliberaciones comunes se realizan sínodos provinciales como instrumentos específicos de ejercicio de la sinodalidad eclesial.

El 6º canon del concilio de Nicea (325) reconoce a las sedes de Roma, Alejandría y Antioquía una preeminencia y una primacía a nivel regional. En el Primer Concilio de Constantinopla (381) se añade la sede de Constantinopla a la lista de las sedes principales.

La Iglesia en Occidente, reconociendo el rol de los Patriarcados de Oriente, no considera la Iglesia de Roma como un Patriarcado entre los otros, sino que le atribuye un primado específico en el seno de la Iglesia universal.

Si bien en los Sínodos que se celebran periódicamente a partir del siglo III a nivel diocesano y provincial se tratan las cuestiones de disciplina, culto y doctrina que se presentan en el ámbito local, se tiene firme convicción de que las decisiones que se adoptan son expresión de la comunión con todas las Iglesias. Esta convicción eclesial, se manifiesta mediante la comunicación de las cartas sinodales y las colecciones de los cánones sinodales transmitidas a las otras Iglesias.

Desde el principio la Iglesia de Roma goza de consideración, en virtud del martirio que allí padecieron los apóstoles Pedro y Pablo. El Obispo de Roma es reconocido como sucesor de Pedro. La fe apostólica, el ministerio dotado de autoridad que ejerce su Obispo, la rica práctica de vida sinodal que se reconoce en ella, la convierten en el punto de referencia.

Hoy, el papa Francisco nos convoca a un nuevo camino sinodal, para renovar la Iglesia misionera. ¿Te sumas?

Por el Pbro. Dr. José Juan García