No sé qué daría por volver a verla y hacerla rodar por mis manos de pequeño de unos 5 o 6 años. La vieja bandeja oval, creo que de alpaca o algo similar, retornaba a mi falda cuando estaba enfermo; se la pedía a mi madre para ir mitigando la soledad de una gripe o una angina en aquella cama de respaldo de metal. Y con ella, infaltable, la bolsita de balitas con las cuales en la tierrita suelta del barrio tirábamos a la troya y cascábamos a los ojitos y las plomas, con el dolor del destrozo a algo propio o el festejo del pequeño daño al contrincante, en una batallas inocente.
Durante mi reposo no faltaba en la cama la antigua bandeja brillante sobre mis piernas. Desparramaba sobre ella las balitas y mediante un movimiento circular provocaba una carrera inacabable de las redondas joyitas acostumbradas a las lides, bajo el ronroneo de su roce en el metal.
Debo confesar que la competencia no era tan leal. Como en la vida, uno tiene una inocultable preferencia por el más débil. Por eso manejaba intencionalmente el vaivén de la reluciente pista, tratando de que las humildes plomas, seguramente construidas a mano, dada su evidente redondez imperfecta, triunfaran sobre los brillantes ojitos de vidrio, confeccionados con la perfección de la máquina, pero infinitamente más caros que las humildes plomas.
El acerín, verdugo de las troyas, en rigor un rulemán poderoso, no competía; estaba en otra categoría o pertenecía a otro mundo donde reinaba dañino como un arma de guerra.
Cuando uno cuenta estas simples historias cotidianas, no pretende ser autorreferencial; simplemente cuenta sus crónicas, sus días por el mundo, sus experiencias que muchas veces contienen también incursiones vitales de los demás, porque el territorio del alma es un acopio de entornos, jardines y tardecitas comunes.
Vaya a saber dónde quedó estancada, absorta o muerta la bandeja brillante de aquellos días de improvisada aventura en la soledad de un dormitorio que habitaba una criatura enferma.
No descarto buscarla por los senderos de las cosas derogadas, perdidas o arrumbadas en un armario de algún familiar muy cercano. Aunque, por ahora, algún pudor extraño tira para atrás, frena. mi corazón repleto de sensaciones, sueños y pérdidas.
Inesperadamente, como al descuido, una noche la vi. Estaba allí aquel tesoro inocente que se subía sobre las rodillas de un chico que soñaba con ser del palo de los admiradores del gran Sarmiento; de los que por aquellos años se encandiló de amor por la educación y fue varias otras cosas, pero creo que, por un camino muchas veces duro, otras excitante, llegué a ser feliz.
Si, estaba allí, era ella, imposible dudarlo porque lucía igual y cargada de balitas que peleaban las ilusiones de la infancia sobre un campo minado de luces y asombros.
La puse sobre la falda y le rogué aunque sea un chispazo de aquellos días de niño. Y, como todo ruego hecho con amor, aquel recibió la satisfacción del milagro y la ronda calesitera de unas rosas de fuego retorcido compitiendo con la humilde quimera de redondeces hechas a mano, se puso en movimiento.
Y la habitación se inundó del aroma de eucaliptus que mi madre provocaba en una lata sobre el bracero. Y su voz inconfundible y recargada de amor llenó los vacíos del tiempo con sus sentencias fragantes de eternidad.
De golpe desperté a la realidad de mis años conseguidos en una larga vida. El sueño siempre es sueño, un disparó expectante a la esperanza. En este caso una descarga con balitas de potreros, a la quimera resucitada de la ingenuidad infantil.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.