Nadie supo explicar qué le pasaba. Lo cierto es que llevaba más de seis meses sin levantarse de su cama ni musitar palabra. Así, entre el desconcierto de sus amiguitas y las lágrimas de su padre, se le pasó de largo el cumple de quince que tanto venía esperando desde niña. Según el médico, depresión no era. Más bien se parecía a alguna extraña tristeza que el facultativo no podía determinar.

La hermanita le acercó al lecho la guitarra que tanto amaba, sabiendo que la música era la razón de su vida. La miró como quien mira nada y con un gesto de profunda amargura la rechazó con su silencio.

En el ambiente de la casa flotaba la sensación de que la muerte de su madre algo podía tener que ver con esta extraña situación. Ella había sido la mejor confidente de su música. Siempre había alguien que le arrimaba una foto de mamá o le recordaba alguna anécdota común, pero nada.

El amiguito que todos los domingos, tipo siete, desde hace un tiempo se acercaba a la puerta y charlaba con ella, quiso entrar a la casa y se lo permitieron a pesar de la situación que se vivía. Como en puntitas de pies se fue arrimando al lecho sombrío, y se paró a su lado, y ella lo miró como al descuido. Luego de un vasto silencio, el chico sacó pecho, despejó su timidez a fuerza de ilusiones y le tomó la mano casi inmóvil. No hubo reacción alguna. Tanta quietud, tanta distancia, tanto olvido, tanto rincón, que el adolescente se alejó entre lamentos.

Aquella mañana de sábado tibio, la abuela levantó la vista hacia el aparador y allí la encontró, sustentada en un rayo de sol que se aventuraba desde el jardín. Nadie se había percatado de ella. Junto al florero de vidrio esmerilado, yacía la vieja cajita de música que la madre había regalado a la niña cuando bebé y que contenía aquella melodía que mamá le adoptó como canción de cuna, con la que siempre le acariciaba sus oídos como brisa azul, para dormirla.

Desde el firmamento sublime de sus pequeños temblores, tomó la abuela con delicadeza el aparatito musical con forma de antigua vitrola y lo acercó a la cama. Acarició la manivela de bronce y le dio las vueltas valseadas de una calesita. Fue como que la muchacha se encendió cuando la nona comenzó el rito ancestral de darle manija al aparatito, y del pecho frutal del viejo estuchito salió a modo de arroyos de luz, como un renacimiento, la antigua rescatada canción de cuna.

Posiblemente no era Chopin el que desde su Polonia natal había escondido sus sueños en la cajita de madera fragante; ni el arrabal de algún tango orillero subyacía en el escondrijo de su melodía de organito. Los sones de las cajitas de música son más humildes pero confidentes. No tienen más pretensiones que suscitar una ronda de júbilos, donde hacen charquitos de miel las cosas más bonitas; suenan a bandoneón de lunas románticas; huelen a diamelas.

Enancado en un endeble rayo de sol, ese domingo de junio caía a pique sobre el dormitorio triste.

La niña lloró un solo lagrimón de penas expulsadas, donde se escondieron durante años sus mejores días, sus mejores fantasías, sus mejores lágrimas. Apretó contra su pecho casi descorazonado y frágil la simple canción que la sortija de la vida le ponía de nuevo en su almita virgen; miró a modo de abrazo inaugural su entorno; se incorporó con un rescate de añeja sonrisa y dijo gracias con una vocecita muy parecida a aquella de sus primeros años.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.