Sobre la humilde mesa, sopa, tu vapor que somete al invierno con abrazo de tibiezas, se eleva a un firmamento que ha entrado al hogar. La familia se agolpa hasta el escenario donde ofrecerás en rito ancestral tu modelo de simpleza y a la vez dignidad, porque las cosas simples merecen ser consagradas.
Hace unos días escuché a alguien comentarle a un amigo que era un día para una sopa caliente con un espolvoreo de queso rayado, como lo hacía su madre. Es cierto, este manjar casero se enhebra en los días y el universo de la madre y su aventura de saciar el hambre en el hogar. Se erige trofeo familiar, originalmente fustigado por los niños y rescatado por los mayores.
Caldo, consomé, caldillo, locro, según los pueblos, bienvenida seas, sopa, sencilla invitada de privilegio a los días helados, inexplicable ausente de las navidades y fiestas de fin de año, abrazo cordial en cualquier día.
No olvidaré cuando nos la servían como primer plato en el Hotel Patagonia, sobre calle Suipacha de un Buenos Aires de entonces, cuando fuimos a grabar nuestro primer disco, en amables platos de aluminio, en una mesa donde los “gallegos” del viejo hotel la colocaban y ponderaban como trofeo, y era cierto, sabía a triunfo y hasta hoy la tengo buceando en el cofre de la memoria, rescatando su perfume a hierbas y aquel queso rayado nevando sobre fideos finos o moñitos. Aquella de mi madre, enriquecida con la pobreza que mitigaban los daditos de pan tostado rociados con queso común. O las clamorosas sopas criollas: el machacado, la carbonada o el locro carrero, pretexto de fogones donde los jinetes doblegaban la cordillera en pos de sueños que glorificaron para siempre las canciones de Buenaventura Luna.
Actuando una vez, insólitamente al aire libre, un crudo día de invierno, en un festival del sur de Mendoza, cuando sólo pudimos interpretar dos canciones porque las manos se nos habían congelado, el desquite fue una sopa extraordinaria que entonces descubrimos, la chaya, fundamentalmente en base a repollo, charqui de guanaco o avestruz, papas, zapallo y picantes.
La sopa es valuarte de una casa que bien puede ser pobre o no serlo; es el alimento universal del que se enorgullecen los pueblos y llorisquean los niños, hasta que la realidad que se va comprendiendo día a día, les enseña que no hay comida buena o mala, que casi toda está hecha por manos subidas al amor y que -sobre todo la sopa- reúne junto a la mesa, nos hermana, nos iguala.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete