Se echó un saco de pájaros jóvenes a las espaldas, y con ese impulso de cien alas comenzó a rodar como gacela. Si esa tarde un pintor hubiese estado a nuestro lado, se hubiese ilusionado hasta la médula con esa estampa de atleta diseñada a la perfección, con la apacible y a la vez bravía imagen de ese muchacho que se subía al viento y lo domaba con una caricia.
A la primera vuelta, ya tenía una luz sorprendente a su favor. Su competidor se desesperaba en el sillín, torcía el lomo, abría los codos, lo miraba casi con resignación. Él se aferraba a esa figura bellísima que de él mismo surgía. Cada vuelta era más él, cada metro era más luz. Vicente Alejo Chancay, con esa camiseta azul Francia que mis ojos de niño fascinado recuerdan, llegaba a la meta con la misma estampa con que largara la fascinante prueba de persecución. Y de igual modo irrumpía inconfundible tantos de aquellos atardeceres por la tribuna Este del entonces estadio del Parque de Mayo, en el pelotón o con el pelotón detrás, luego de colosales esfuerzos en competencias de fondo.
Vicente fue un corredor excepcional. Varios campeonatos argentinos lo cuentan en los vitrinas de la memoria y la fama. De una familia de épicos corredores, Vicente fue un emblema. En la vida fue, fundamentalmente, un caballero, un hombre bueno y una buena persona. Una enfermedad inesperada lo postró los últimos días de su sobresaliente historia. Hasta que se fue a los mecederos del silencio, lleno de gracia, entre el murmullo azul de un pueblo agradecido, realizado de glorias, como un ídolo, a indagar en los misterios el secreto de la grandeza y la calidad humana. Seguramente nadie se lo reveló. Porque nadie tiene semejante clave. Es suficiente entrar a la vida bien parido. Y es bastante honrar la existencia a cada paso. Ir acomodando en las alforjas sueños, amigos e hijos, y viajar a la humildad de sentirse bueno. ¡Qué otra cosa nos reconcilia con el don de haber nacido!
Vicente Alejo Chancay, heredero y a su vez creador del viento, figura diseñada por ángeles y épicos otoños sanjuaninos, vuelve a entrar al velódromo del Parque de Mayo (me parece que con camiseta azul Francia). Un pelotón de exclamaciones, admiración y poemas transpirados pero victoriosos lo sigue. Se ha montado en la garganta de la gente común. En la tribuna Oeste, un pueblo apeñuscado lo reconoce. No debe darse cuenta que el viejo velódromo fue demolido por la ignorancia y la falta de respeto a nuestra historia deportiva y cultural. Un banderillero casi traslúcido le baja a sus pies la tarde pálida en la llegada. Ha ganado. Esta carrera que describe la curva de la vida, ha de seguir corriéndola, por los años de los años, en la conciencia de los sanjuaninos, que suman día a día un nuevo orgullo. Aunque todos tengamos dudas si realmente Vicente entró esa tarde por el viejo portón del estadio.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete