Sobre la ruta 40, una muchedumbre aguardando la llegada de los autos. Casi toda la noche escuchamos la transmisión de radio Rivadavia. El “loco” Devoto (“Ampacama”), ídolo sanjuanino, había largado en el lugar sesenta, pero con su proverbial audacia y capacidad ya estaba en el séptimo lugar. Su auto celeste pasó por Pocito en la quinto posición, y fue locura. Por eso, esa mañanita del domingo, tomamos la lata de duraznos al natural que, curiosamente, en el reverso era negra, y fabricamos el autito, al que pusimos rodajas de palo de escoba como ruedas y un largo alambre tieso para conducirlo. Un volantín invertido para llegar a un cielo más tangible. Y esa tarde de un invierno crudo, abrigados con humildes bucitos de algodón, en el campito fuimos Ampacama, Fangio y los Gálvez.

Diez años después. Mi casa se iluminó; llegó gente amiga. En la vitrolita del tío Pento el enorme disco de pasta puso bajo el parral la dulce vos de Argentino Ledesma con el tango “Fueron tres años”, que bailé en el cumple de mis quince. Entonces creí que ya era un hombre; y, con mis escasos argumentos de futuro galancito, me topé con el desdén de alguna chica y la mordaza de mi timidez. Pero la vecinita que llegó de empleada al barrio se me ocurrió el espejo de alguna esperanza. Hasta que -flor del aire, dama de noche- como vino se fue, y fui aprendiendo las dificultades de la vida.

Nada fue más grave y extraño que la muerte, el primer velatorio, los rostros de la tristeza, el tío juguetón que se marchaba en alas de pobrezas y silencios. Una cosa es la muerte abstracta y otra la que alguna vez se cuela entre nosotros. La partida sorpresiva de mi padre joven fue la experiencia más desgarradora. Seguramente, desde entonces, apresuradamente, comencé la adultez con mis débiles veintiséis años.

Y en los despeñaderos de los sueños, ese territorio que posiblemente sea muy parecido a la locura, porque allí se confunden los tiempos, las personas se disfrazan de ellas mismas, pero con caras diferentes, y la vida se convierte en un vertedero irreal pero tremendamente expresivo, vuelve el ronquido de los bólidos en la ruta 40; la vos de mi madre llamándonos al caer la tarde; la imagen del viejito que se suicidara una fría mañana en el parque de Mayo; nuestra primera canción, muertos de miedo en aquel escenario de la Peña El Palenque; la estrofa inicial de la primera grabación en aquel templo de la RCA Víctor; los tablones del “corralito” de Independiente, donde mi padre temblaba de emoción como hoja lívida a nuestro lado; las empanadas de mis abuelos junto al horno de la humilde casita de calle Santa Fe…

Posiblemente, por algo de eso, una vez escribí este poema: “Bajo el sauce, una vieja bicicleta descansando el verde molino de mis piernas; y yo que vuelvo con el atardecer gateando en los talones; arrastro la última claridad y el resuello del perro inseparable, los dos el mismo tranco, jamás cansados. Recuerdo…recogía una piedra y le imponía alas, mariposas, horizonte, y hasta la muerte sobre la bondad invicta de los pájaros; y de nuevo corría, -lluvias y sombras pegajosas multiplicando mis pies-; todo lo miraba como se mira para siempre o por última vez, definitivo y fundacional, y el paisaje se acomodaba en versos, porque rimaba el cielo con el suelo, la tarde con amarte, dolores con amores, pensarte con tocarte…Recuerdo… pero quizá esto nunca me ha ocurrido”.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete