A mis manos volvió aquella vieja fotografía color sepia que hacía muchos años no veía y que seguramente logró aquella tradicional cámara de madera emplazada al centro de la plaza Veinticinco, donde el fotógrafo metía su cabeza con ademán seguro. Allí estoy de la mano de mi abuelo. Aquella mirada intacta de ese niño que fui me hizo un cosquilleo en algún sentimiento dulce. Hacía unos años que el terremoto había revolcado los sueños, los aleros y los patios solariegos de aquella bella San Juan colonial.

La foto fue también testigo de lo que ya era aún una ciudad sitiada por los baldíos y las cicatrices. Esa imagen de la ciudad casi despoblada aún me persigue en los sueños; por eso todos los días disfruto esta urbe propia, tan mía como mis coplas y mis canciones, que emergiera del caos y la tristeza y se empecina en ser una de las más bellas.

Un niño rubio y de mirada apacible se ha detenido despavorido ante la imagen del gato muerto, ese cuadro que tanto lo asustó, y que, a lo mejor, construyó el prodigio de hacer que luego amara tanto estos animalitos.

Aquel día gris a nubarrones cruza la calle Las Mercedes y se mete, entre resuellos de tarde joven, en la vieja canchita que hoy es el estadio Aldo Cantoni. Desde la casa de madera de esa esquina, mi madre nos llama, y sus ademanes son gestos indescifrables en el poncho del anochecer que siempre nos encontraba persiguiendo la de trapo entre las sombras, casi por instinto, como a una avecilla de nieblas.

Como quien descubre pequeños paraísos, con los años, ese niño fue encontrando las orillas más reales de la vida. Supo que la edad primera era una etapa, quizá la más dulce, y que el camino total era agitado y riesgoso, pero excitante, digno de ser recorrido, para eso hemos recibido el divino presente de la vida.

Aquel niño rió cascadas y lloró cataratas de sal; no obstante, de ese modo fue feliz cuando comprendió que así es la cosa; que nada es indeleble, perfecto ni absoluto; que el hombre es el resultado de una ecuación moral y una sobrevivencia gozosa a los accidentes y las lágrimas, y que reposa fortalecido en los momentos de gozo; que aquella tardecita que lloró más de una hora y media por una iniquidad, descubrió que lo que más lo desvelaba era la justicia; que, por eso, fue aprendiendo esforzadamente a ser ecuánime consigo mismo y sobre todo con los demás, y a entender que nada había sido en vano; que, en la maroma entre lágrimas y sonrisas, la fuerza de estas es suficiente bálsamo para lavar aquellas y continuar resucitado en sueños, hermanos y amores.

El niño que fui está ahí, inocente e invicto de ardores y páginas de vida madura. Lo siento adentro como una palpitación de frenéticas tonadas de lluvia y cielos abiertos; como un pájaro que tirita en mi mano y me impulsa el amor. Felizmente, no me deja ni a sol ni a sombra, porque es imposible desligarse de uno mismo. En buena hora.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete