Se considera que el guardapolvo es una forma de evitar las diferencias económicas o sociales que pueden advertirse en la vestimenta de los chicos que concurren a la escuela. No lo se ciertamente. Pareciera que, al menos, posterga un instante la percepción tantas veces dura de los contrastes sociales; pero al salir de esa efímera ilusión que concede una vestimenta las cosas vuelven a su cauce, a la realidad.
Cuando esa mañana mi madre me lo entregó, no comprendí nada: aquella vestimenta esplendorosamente blanca lucía como tiesa, tensa, tan nerviosa como mi primer día de clase en el “primero inferior” de la escuela “Provincia de Mendoza”.
Al ruido que hizo al colocármelo, aún lo escucho, una especie de quiebre de juncos, una áspera carraspera, un silbo de zorzal, un particular anuncio de mi nuevo mundo.
Cuando transcurrían los días, los meses, el esplendor del habitáculo inmaculado se iba marchitando. La inicial ilusión de realce comenzaba el declive, como una hoja rodando hacia la lluvia, como la llamita del primer amor, como la vida misma reflejada en las manos de mi madre, paulatinamente cada vez más indefensas.
Todo tiene sus cúspides y sus abismos. Pero vivir es ver en cada día una cima, quizá tan sólo por el maravilloso pretexto de haber amanecido con el pulso en vilo y los ojos expectantes a tanta ilusión como la que el nuevo día nos ofrece.
El guardapolvo almidonado no sólo se agrietaba y perdía brillos y rezongos; el tiempo lo limaba, le secaba la frente altiva, los años le quitaban horizontes y tiempos de estrechez económica me lo ofrecieron atropellado por sus daños.
He vestido, con orgullo un guardapolvo remendado, herido pero gallardo, donde el rigor de los días tan fácilmente se le pegaba a la “piel de ojeras”, como dice el tango, no aguantaba el más leve empuje de la vida y el rigor de las travesuras del secundario. Era lo que se tenía. Y yo lo amaba como se ama un juguete barato, un amor de juventud, como se adora un hijo enfermo, como se idolatra una pasión. A la vuelta del colegio caía de la adolescencia de mi cuerpo como un animal cansado, y se dormía veinticuatro horas a soñar la fiebre de esa juventud primera desbordada en cada mirada, infinita en cada sueño.
Guardapolvo almidonado: El reciclaje de los sueños seguramente te ha puesto en guardia del dolor de los olvidos. ¿Por qué no imaginar que una de esas mañanas infernales con las que nos asalta por ahí la vida te recupero del arcón de mi pasado, de mi niñez alada, de los ojos cada vez más decidores de mis padres, y te coloco silenciosamente en el alma para poder seguir con las ilusiones intactas.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.