Gris oscuro, techo vinílico como los autos pitucos, diseño redondeado por donde se lo mirase y, lo más curioso: motor dos tiempos, esos que ronronean a gusto como las motos de escape semi liberado y al que hay que adicionarle un aceite especial en cada carga de combustible.

Todo un tema, Así era el auto de mi viejo, ese que sólo pudo adquirir porque en esos momentos se facilitó un crédito a largo plazo a los empleados públicos, para comprar vehículos pequeños, a descontar en cómodas cuotas de su salario.

De aire acondicionado ni hablar y la calefacción era más que deficiente. Por eso, recuerdo que en un viaje que hicimos a Buenos Aires íbamos todos arropados hasta los dientes. Y en verano había que cubrir las ventanillas con alguna prenda o servilleta para poder atravesar San Juan y sus aledaños.

Mi padre joven se fue de este mundo y dejó como único bien de importancia el querido DKW o Auto Unión.

Algunos se ven por ahí, raídos residuos de un pasado de calles transitables, policías en las esquinas del barrio, gobiernos dignos y gobiernos no tan dignos.

En aceras que fueron nuestro orgullo, el tiempo se fue encargando de su vejez no contenida; el glorioso estadio del Parque de Mayo, que hoy está vaciado de memorias producto de la ignorancia y el atropello, albergaba multitudes endiosadas por Sportivo Desamparados y San Martín, que muchas veces humillaban con el honor provinciano a los grandes equipos profesionales, y nuestro básquet se codeaba con los grandes del país de la mano prodigiosa de los Riofrío, el Polo Benegas, el “Negro” Astorga, el Cuqui Sández, el Coco Carrizo, el “Negro” Nievas, el Tito Torrent o el flaco Yanzi, Víctor Bustos entre otros.

Epopeyas del gran Julio Devoto (Ampakama), que largaba el Turismo de Carretera (la carrera más argentina) por debajo de los cien y en pocos kilómetros se entreveraba con los punteros.

Leyendas forjadas a fuego en el alma popular, en el hoy destruido velódromo del Parque de Mayo, cuando numerosos sanjuaninos ganaban el campeonato argentino de velocidad, persecución y las estampas (pura cabellera al viento) del Payo Matesevach enloqueciendo la tarde final con su llegada de la Doble Calingasta o del gran Vicente construyendo el triunfo a lo saeta en los hierros de su instrumento, al modo de un excelso ballet.

Cómo olvidar las epopeyas que con su Auto Unión derrapaba en la historia López Gaído en las heroicas carreras de autos usados por la pista de tierra del Estadio, ataviada por el rudo circuito oval donde los autos se volvían sueños y locura.

Las calles aledañas del viejo coliseo, cuando los espectáculos se subían al amor de los comprovincianos, se poblaban de gente rumorosa que quizá hoy añoren desde el arriba infinito la ausencia de su gran tribuna y de la prestigiada pista ciclística.

Hasta vimos allí cantar sus éxitos internacionales, al mando de un enorme piano emplazado a modo de insignia en el centro del campo de juego, a Don Carlos Montbrum Ocampo, insigne sanjuanino que nos prestigió ante el mundo.

El viejo DKW puede estar aún trajinando calles de ausencia o ser hoy desperdigados despojos de un pasado que yace denigrado en las tumbas de un desarmadero. ¿Quien lo puede saber? Lo cierto es que ya no estoy en su habitáculo de luz; que los míos me acompañan en cortejos de gloria y de tristeza. Pero tengo todo eso.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.