Quizá lo soñé. La frontera entre el sueño y la vigilia a veces puede ser muy fina y en algunos casos resulta imposible establecer.
Pareciera que fue hace unos treinta años. Estaba yo en una confitería que bien puede ser alguna de las tantas que desaparecieron en nuestra provincia, y me llamó la atención que prácticamente en todas las mesas había personas de diferente edad, que se miraban extasiadas en un espejuelo rectangular del tamaño de un monedero de aquellos que usan las damas para portar cosas pequeñas, al que golpeaban suavemente con sus dedos, mientras parecía que se hipnotizaban con lo que el espejito les devolvía a su figura, especie de narcisismo que en este caso no provocaba el lecho de un lago al que, según la leyenda, Narciso se asomaba para contemplarse, sino que semejaba un pequeño vidrio azogado.
Pensé que había entrado a un sitio especial al que concurría algo así como una tribu que adoraba ese artefacto singular que parecía ser fundamental en sus vidas.
Enorme fue mi sorpresa cuando de pronto entró un señor mayor con su espejito en la mano, hablando solo y en voz alta; se sentó, pidió un cortado mediano, tocó con delicadeza su cristal rectangular y continuó su monólogo.
No supe de qué modo podía enterarme ante qué curioso aparato estábamos y no me animé a preguntárselo a los extraños concurrentes al lugar. De pronto, parado en un rincón, apartado de sus familiares, descubro a un nene de unos nueve años también entregado al rito del intrigante aparatito. Cuando le pregunto qué era lo que tenía en la mano, me mira con estupor y, sin responder, se tira o hacia atrás, como apartándose de mí, y corre hasta la mesa de sus padres.
Escapé de allí. Esas extravagancias no eran para mí ni las entendía. En la calle también me encontré con gente que hablaba sola, todos portadores de espejitos, hasta un nene casi bebé al que su madre tironeaba de un bracito, mientras miraba casi perdido no sé qué en su aparatito propio. Por el medio de la Peatonal deambulaban seres como llegados de otra galaxia, raros personajes con apariencia de terrícolas, que posiblemente venían a enseñarnos cómo estar solos, desconectados de todo y todos, fantasmas ambulantes que no miraban, oían ni tocaban nada que tuviera que ver con nosotros.
En un momento pensé que era yo quien provenía de otra mundo y había aterrizado en un sitio extraño.
Quiero también decir que, además de impactante, triste (lacerantemente triste), fue volver presuroso esa tarde a mi casa con la torta comprada para el día de mi santo y encontrarme con el escenario brutal de que casi todos mis familiares actuaban como autómatas escindidos del instante y de la vida, y se ignoraban con naturalidad, entregados al rito de sus propios espejitos. Luego de gritarme por compromiso: “feliz cumpleaños”, y abandonarme en mi improvisado rincón en el comedor de nuestra casa, tuve la seguridad de que me dejaron absoluta y definitivamente solo.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.