Circunstancialmente estábamos en Buenos Aires cuando falleció Raúl Alfonsín. Paramos en un hotel frente al Congreso de la Nación. Se nos iba a entregar por parte del Senado un reconocimiento a la labor artística. Esa mañana amaneció lluviosa. Como muchos argentinos, nos conmovimos con el impresionante clima que de pronto se generó en el lugar. Como reguero de penas circuló la noticia de la muerte del ilustre presidente de la renovada democracia. Debido a eso, nuestra distinción debió ser entregada en la Casa de San Juan en Buenos Aires.

Nadie, ni los familiares directos de don Raúl, esperaban algo así. La Plaza de los Dos Congresos comenzó a llenarse de móviles periodísticos, de murmullos que conmovían hasta los huesos, de una combinación de tristeza y reconocimiento, de alguna extraña paz, de muchos llantos volados por el aire fresco de la jornada capitalina. Y en la tarde una marcha muy numerosa se largó por las calles gritando con fervor: “Alfonsín, Alfonsín…”.

Esperé un tiempo para escribir esto, una mínima distancia del hecho que despertó de algún modo la conciencia del país. Quizá la distancia necesaria que -análogamente- medió entre el día en que ese presidente dejaba la Casa Rosada, con los tremendos dolores de días casi trágicos, denostado por muchos, para volver al poco trecho reivindicado por casi todos.

No es cierto que los argentinos rescatamos a la gente a partir de la muerte. Aún podemos distinguir entre difuntos ilustres y los otros. No todos tienen la estrella de este hombre. que sorprendió con su partida triunfal y una proyección histórica casi inesperada.

Lo que ese día vivimos son hechos que dan para muchas interpretaciones; pero ninguna podrá soslayar la conmoción generada, los gestos de cariño sano y fresco que suscitaron, el acento que se puso en el gobernante probo, el estadista, el hombre que jamás denostó a nadie e hizo un culto del respeto de todas las opiniones; el que se condujera con una tenacidad inclaudicable ante un momento muy duro y los acechos que signaron su gobierno; el hombre bueno, que, por sobre todo, privilegió la unión nacional, concepto tan esencial como imprescindible, hoy más que nunca vapuleado.

Alfonsín parece quedarse para siempre. Lo acompaña un coro de agradecimientos y respeto y los discursos de cualquier procedencia que lo rescatan y protegen; desde la dura condena de Felipe Solá para quienes históricamente no lo reconocieran, pasando por las de Cafiero apelando a que Alfonsín ya era de todos y no de algunos.

En algunas tardecitas, la Plaza de los Dos Congresos sacude algunos silencios cuando de este hombre se habla. Un hálito de respeto se ha instalado allí. La historia argentina respalda ese territorio de jardines, fuentes desbordantes y gente transitando por sus venas, con ese resto inalienable que todos los países tienen para no suicidarse. Sigo creyendo que no ha muerto el último demócrata ni el último hombre honrado de la política. Varios han de continuarlo, seguramente o estamos perdidos.