Desde el primer día hicimos buenas migas.

Lo tengo flotando en aquella infancia alada, cuando yo miraba al mundo como se observa un calidoscopio, encontrando en cada hoja que caía algo que se iba y en cada descubrimiento un alumbramiento.

Con él todo fue aún más intenso, desde que un amigo de mi abuelo puso la jaula sobre la mesa y el pájaro me miró casi de costado y paró de saltar en ese cautiverio. Así, con mis labios pegados a su prisión, escuchó en mi susurro aquel mensaje de niño que ya no recuerdo, que pronunciaba a modo de una declaración de amor.

“Es tuyo, cuidalo”, me dijeron, y desde entonces fue mi juguete, mi amigo, mi hermano, mi hijo.

A fuego frutal de pinceladas de amarillo estaba cincelado. A palpitaciones de sinfonías sonaba su canto.

Él supo conducir otoños lánguidos y primaveras amantes en su cuartito desesperadamente pequeño, desde donde el mundo se mira a jirones. Todo desde él era belleza, hasta que la vida, un día, de golpe, ante un mensaje indirecto de mi abuelo, me contó que ese amor que yo tenía encerrado en ese cuartizo tan azul como el del tango, no era tan triunfal, porque el encierro duele más que la pobreza, porque la libertad es intrínseca e imprescindible a todo ser vivo.

Entonces, una tardecida de esas que parecen detenerse un instante, abrí la puertita cruel, ignominiosa de su jaula y lo insté al salir, al recupero más bello de suvida.

Me miró hasta la índole, me traspasó hasta los huesos, dudó unos instantes y marchó, acomodando un canto extraño en cada ramita en la que aterrizaba tanteando el sueño oculto la libertad.

Esa noche lloré todo. Al día siguiente me di cuenta que me faltaba algún cachito del alma, porque la fantasía de mis ojos infantes ya no veían todo tan de azul. No sé por qué dejé abierta la puertita de la jaula. A los años entendí que era un símbolo de mi vocación de libertad.

A pocos días, una mañana que garuaba por este San Juan del desierto, una melodía conocida atropelló los duendes de mi ventana y entró con aviso hasta mi corazón. Allí estaba. Tejiendo una especie de valsecito con su revoloteo entre rama y rama del limonero, vi a mi pequeño amigo, juguete, hermano. Y su música era más brillante: no es lo mismo cantar en esclavitud que hacerlo en puro albedrío.

Desde entonces, retorna con naturalidad casi todas las mañanas, yo creo que a recordar aquel tramo de su vida y a agasajar mis sueños, a proteger mi ingenuidad.

Es posible que hubiera comprendido, de algún secreto modo, que teníamos desde nuestros mundos un encubierto amor fundado en la comprensión y la secreta victoria de que el disfrute de la belleza no tiene necesariamente que ser un acto de egoísmo y que bien puede ir de la mano del respeto a los demás.

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.