Lucas inicia su evangelio con una dedicación: ‘he decidido escribir para ti, excelentísimo Teófilo’. ¿Qué significa? El gesto no es una banal cortesía, ya que el evangelio es dedicado a todos y se acoge personalmente. No se puede esconder en la masa, ni eludir el compromiso. La vida se vive en primera persona. Pero Lucas añade: ‘Te escribo a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has recibido’ (Lc 1,4). He aquí otro espiral de luz sobre el significado de la religión cristiana. Ella no está hecha de bellos relatos, de conmovedoras leyendas o de fábulas edificantes. La religión cristiana nace de una persona concreta que nació en Belén, ha caminado por las calles, ha realizado milagros, ha pronunciado palabras nunca antes escuchadas, ha sufrido una injusta y absurda condena, y luego improvistamente vuelve al centro de la vida de un pequeño grupo de personas. Cuando los apóstoles hablaban, era como si dijeran: ‘Somos pobre gente, somos pescadores, pero sin embargo no podemos callar. Lo que anunciamos, lo hemos visto. Es verdad. Ha ocurrido verdaderamente’. Leemos en la segunda carta de Pedro: ‘Cuando les dimos a conocer la venida de nuestro Señor Jesucristo en todo su poder, no estábamos siguiendo sutiles cuentos supersticiosos sino dando testimonio de su grandeza, que vimos con nuestros propios ojos’ (2 Pe 1,16). Meditemos lo que Juan destaca en su primera carta: ‘Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida, eso os anunciamos para que también vosotros tengáis comunión con nosotros, y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo’ (1 Jn 1,1-3). ¿Y san Pablo? Basta releer el relato de su defensa pronunciada en Jerusalén, antes del viaje a Roma. El apóstol de los gentiles habla de lo que ha visto y oído: ‘Cuando iba de camino, ya cerca de Damasco, al mediodía, de repente una intensa luz del cielo brilló alrededor de mí. Caí al suelo y oí una voz que me decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?’. ‘¿Quién eres, Señor?’, pregunté. Y la voz contestó: ‘Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues” (Hech 22,6-8). Pedro, Juan y Pablo estaban convencidos de aquello que anunciaban, a tal punto que preferían la persecución y la muerte, antes que renegar a sus experiencias. La colina del Vaticano y la vía Ostiense custodian las memorias del heroísmo de Pedro y Pablo. Juan sufrió el exilio y la persecución, pero permaneció fiel a aquello que había visto y oído. No se puede permanecer indiferentes ante estos testimonios.
El nacimiento del cristianismo es un enigma histórico que se explica exclamando con el centurión a los pies de la cruz: ‘Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios’ (Mc 15,39). Aquí surge un problema sutil: ¿dónde podemos encontrar hoy a Cristo? ¿Dónde está hoy el camino de Damasco? ¿Dónde podemos ubicar hoy la orilla del lago de Galilea en la que Pedro y Andrés encontraron a Cristo? La respuesta la descubrimos en el evangelio. Un día Jesús se encontraba en Nazaret. Quiso participar en la reunión del sábado en la sinagoga, como un piadoso israelita. Jesús se comporta con una delicadeza conmovedora. No quiere sobresalir: Dios baja a nuestro nivel, y por tanto, quien quiere llegar a Dios no debe subir, sino bajar del orgullo. ¿Qué sucede? Jesús es invitado a leer. Toma el libro del profeta Isaías y proclama en voz alta: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres’ (Lc 4,18-19). Eran palabras conocidas, pero he aquí la novedad: ‘Cerró el libro, lo devolvió y se sentó. Entonces comenzó a decir a todos: ‘Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír’ (Lc 4,20). El cristianismo se inicia así. Una gran novedad estaba ingresando en el mundo. ¿Y la reacción del auditorio? A ellos les pareció una escena demasiado simple, un personaje humilde, y no quisieron creer. Se hacen realidad las palabras de Juan: ‘Vino entre los suyos, y no lo reconocieron’ (Jn 1,11). Más aún, muchos de sus parientes se escandalizaron y estaban convencidos de su locura, al punto tal de decir: ‘Está fuera de sí’ (Mc 3,21). Jesús ha venido para todos, ya que nadie puede decir que no es pobre. Todos somos pobres de valores. Ha venido para liberarnos de nuestras cegueras, debilidades y egoísmos, que al principio nos prometen felicidad y concluyen desilusionándonos. Ha venido a liberarnos de la opresión de quien, no teniendo nada de sustancial que decir, pretenda ser nuestro maestro y de manipularnos según sus intereses. Sólo quien encuentra existencialmente a Jesús de Nazaret y lo acoge en su vida, puede ser poco a poco más libre. Es que donde hay fe, hay libertad.