Después que se sació la multitud, Jesús obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos al ver caminar sobre el mar, se asustaron. "Es un fantasma", dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: "Tranquilícense, soy yo; no teman". Entonces Pedro le respondió: "Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua". "Ven", le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: "Señor, sálvame". En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: "Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?". En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: "Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios" (Mt 14,22-33).

Los discípulos quisieran que no pasara el momento de la multiplicación de los panes ni el de la transfiguración. El pan que nos ha dado es como para Elías, la fuerza para caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios (cf. 1 Re 19,1-9). Luego de la noche del pan surge un nuevo día: el de los discípulos en la barca, en el que Jesús, presente de otro modo. Con su palabra ordena hacer su mismo camino, afrontando la misma noche que él ha vencido. Los discípulos, antes del milagro de la multiplicación de los panes, quieren que la multitud sea despedida; sin embargo, ahora quieren entretenerse con ella. En cambio, Jesús hace lo contrario: antes da el pan y luego los despide con su "viático". No se vale del pan para entretenerlos y dominarlos, sino que se hace siervo del pan para permitirles caminar. Envueltos en la noche, suspendidos entre el cielo y el abismo, los discípulos se encuentran lejos del punto de partida y del de llegada. La situación es angustiante. La barca era "sacudida por las olas". Ese sacudón es indicado con un término que se refiere a la "piedra de confrontación". En sentido figurado significa "término de comparación, criterio, metro de juicio, prueba que aclara definitivamente una situación, revelando el valor, o las verdaderas intenciones de una persona". La piedra de confrontación es una variedad de jaspe, usada para probar el oro y acertar su grado de pureza.

Decía San Pío de Pietralcina: "Muchos vienen a pedirme que les saque la cruz, pero muy pocos son los que me piden consejos para saber llevarla". "A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar". El texto original dice: "En la cuarta vigilia de la noche". Se trata de la vigilia entre las tres y las seis de la mañana, en la que la luz parece lejana y la fatiga ahoga. Esta es la hora en que Dios siempre interviene para salvar (cf. Ex 14,24; Sal 46,6; Is 17,14). Será la hora de la resurrección de Jesús (Mt 28,1). Ahora aparece caminando sobre las aguas: la muerte ya no tiene poder sobre él. Pero ellos se turbaron y decían: "Es un fantasma", y de miedo se pusieron a gritar. En vez de alegrarse porque Jesús acude en su ayuda, son presa de la angustia. Se encuentran ante algo que no logran encajar en su visión del mundo. Es lo desconocido, lo espectacular, lo extraño. Quien es invadido por el miedo, cambia las propias fantasías por la realidad y la realidad por fantasías. En medio de esta angustia, Jesús dice: "¡Tengan confianza, soy yo; no teman!". En griego se emplea la forma verbal "tharseite", que significa "tener buen ánimo, ser valiente, tener confianza, avanzar con ánimo". El miedo y la angustia son equivalentes a pequeñez de fe. La fe, en cambio, es el coraje de creer lo imposible: imposible para el hombre, pero no para Dios. En la medida en que Pedro mira las dificultades y deja de mirar a Jesús, se hunde. Su atención se centró en el viento, la noche y las olas. Mirar los límites nos paraliza y nos conduce a gritar. Pero en el grito está encerrado un abrazo. Cuando sus ojos contemplan el rostro divino de Jesús, lo imposible se hace posible. Y el Maestro no está con el dedo índice para acusarnos, sino con la mano tendida para aferrar las nuestras y transformar el miedo en abrazo salvador. Una mano siempre abierta y tendida. Es una mano que se dona y busca ayudar siempre. La verdadera fe no es tanto creer en Dios, sino más bien creerle a Dios. Hay que buscar que la fe sea más grande que los miedos.

 

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández