Días previos a la Nochebuena y Navidad, en nuestra casa se respiraba y vivía un clima diferente. De la rutina habitual, se pasaba a una inusitada variedad que cumplíamos rigurosamente, desde los mas grandes a los mas chicos.

La limpieza general de la casa hasta el último rincón, a cargo de las mujeres de la familia, no escapaba al ojo vigilante de mi madre que impartía órdenes a los cuatro vientos. Todo debía relucir para esperar a mis hermanos mayores que llegaban con sus familias desde otras provincias.

El día 23, mi madre con algunos de sus ocho hijos preparaba los canastos y bolsos para la compra de frutas y verduras en la Feria municipal. Había que hacerlo muy temprano, pues la concurrencia era masiva. Podía faltar algo en esta compra, menos el ananá que le daba el toque definitivo al clericó.

La preparación de la comida de Nochebuena se repartía entre quienes la hacían en la cocina de la casa, a cargo de mi madre, sus hijas y nueras y la que se preparaba en el fondo, en el horno de barro, a cargo de mis hermanos y cuñados. Cada grupo familiar era una estampa hogareña enlazada mágicamente por el sonido de alguna radio.

A los más chicos nos asignaban dos tareas muy importantes: una, pelar la fruta para el clericó bajo la atenta mirada de algún adulto que impedía comer nada antes de tiempo (¡y tan rico los duraznos chatos como para no comerse uno con trampa!) y otra, esperar al hielero y abastecer la heladerita y el tacho donde se disponían las bebidas cubiertas con viruta y arpilleras bien remojadas. Mis ojos sólo buscaban la Bidú.

Cada hora del día sumaba una emoción distinta. A las 20, el sueño acariciado durante el año. El sorteo del Gordo de Navidad nos convocaba alrededor de la radio capilla, esperando la conexión con Radio El Mundo de Buenos Aires. ¿Cómo haría mi madre para ahorrar y comprar un quinto de la lotería en Casa Sanguedolce? ¿Por fin haríamos realidad nuestros sueños! Y después, el conformismo inmediato: "¡anduvimos cerquita!", "¡sacamos terminación!", "¡qué pálpito, yo te decía… ¡jugale al 7"!

Y el mesón interminable para tantos hijos, para tanta familia. La ansiedad indisimulada hasta que por fin, desde la Bodega Graffigna sonaba la sirena anunciando las 12 de la noche. Todos de pie brindábamos, nos abrazábamos y con lágrimas en los ojos nos dábamos un beso. Era la hora de los "cuetes" que algún cuñado cómplice nos regalaba. Finalmente, el tradicional saludo entre vecinos, los brindis, los saludos, las risas, la alegría, mi primera comunión en Misa de Gallo.

Desde un humilde pesebre, un niño recién nacido y de ojitos muy brillantes me extendía sus brazos.