Hoy la Iglesia celebra solemnemente la Inmaculada Concepción de María. Como declaró el beato Pío IX en la Carta apostólica "Ineffabilis Deus” de 1854, ella "fue preservada, por particular gracia y privilegio de Dios todopoderoso, en previsión de los méritos de Jesucristo Salvador del género humano, inmune de toda mancha de pecado original”. Esta verdad de fe está contenida en las palabras de saludo que le dirigió el arcángel Gabriel: "Alégrate, llena de gracia: el Señor está contigo” (Lc 1, 28). La expresión "llena de gracia” indica la obra maravillosa del amor de Dios, que quiso devolvernos la vida y la libertad, perdidas con el pecado, mediante su Hijo Unigénito encarnado, muerto y resucitado. Por esto, desde el siglo II, tanto en Oriente como en Occidente, la Iglesia invoca y celebra a la Virgen que, con su "sí”, acercó el cielo a la tierra, convirtiéndose en "madre de Dios y nodriza de nuestra vida”, como dice san Romano el Melode en un antiguo cántico. En el siglo VII, san Sofronio de Jerusalén elogia la grandeza de María porque en ella el Espíritu Santo estableció su morada, y dice: "Tú superas todos los dones que la magnificencia de Dios ha derramado sobre cualquier persona humana. Más que todos, eres rica por la posesión de Dios que ha puesto su morada en ti”. Y san Beda el Venerable explica: "María es bendita entre las mujeres, porque con el adorno de la virginidad ha gozado de la gracia de ser madre de un hijo que es Dios” También a nosotros se nos ha otorgado la "plenitud de la gracia” que debemos hacer resplandecer en nuestra vida, porque "el Padre de nuestro Señor Jesucristo, escribe san Pablo, nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, nos eligió antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables, y nos ha destinado por medio de Jesucristo a ser sus hijos” (Ef 1, 3-5). Esta filiación la recibimos por medio de la Iglesia, en el día del Bautismo. A este respecto, santa Hildegarda de Bingen escribe: "La Iglesia es, por tanto, la Virgen Madre de todos los cristianos. Con la fuerza secreta del Espíritu Santo los concibe y los da a luz, ofreciéndolos a Dios para que también sean llamados hijos de Dios”.
Precisamente en la fiesta de la Inmaculada Concepción brota en nosotros la sospecha de que una persona que no peca para nada, en el fondo es aburrida; que le falta algo en su vida: la dimensión dramática de ser autónomos; que la libertad de decir no, el bajar a las tinieblas y querer actuar por sí mismos forma parte del verdadero hecho de ser hombres; que sólo entonces se puede disfrutar a fondo de toda la amplitud y la profundidad del hecho de ser hombres, de ser verdaderamente nosotros mismos; que debemos poner a prueba esta libertad, incluso contra Dios, para llegar a ser realmente nosotros mismos. En una palabra, pensamos que en el fondo el mal es bueno, que lo necesitamos, al menos un poco, para experimentar la plenitud del ser. Pensamos que Mefistófeles, el tentador, tiene razón cuando dice que es la fuerza "que siempre quiere el mal y siempre obra el bien” (Johann Wolfgang von Goethe, "Fausto” I, 3). Pensamos que pactar un poco con el mal, reservarse un poco de libertad contra Dios, en el fondo está bien, e incluso que es necesario. Pero al mirar el mundo que nos rodea, podemos ver que no es así, es decir, que el mal envenena siempre, no eleva al hombre, sino que lo envilece y lo humilla; no lo hace más grande, más puro y más rico, sino que lo daña y lo empequeñece. En el día de la Inmaculada deberíamos aprender más bien esto: el hombre que se abandona totalmente en las manos de Dios no se convierte en un títere de Dios, en una persona aburrida y conformista. Sólo el hombre que se pone totalmente en manos de Dios encuentra la verdadera libertad, la amplitud grande y creativa de la libertad del bien. El hombre que se dirige hacia Dios no se hace más pequeño, sino más grande, y junto con él, llega a ser verdaderamente él mismo. El hombre que se pone en manos de Dios no se aleja de los demás, retirándose a su salvación privada; al contrario, sólo entonces su corazón se despierta verdaderamente y él se transforma en una persona sensible y, por tanto, benévola y abierta. Cuanto más cerca está el hombre de Dios, tanto más cerca está de los hombres. Lo vemos en María. El hecho de que está totalmente en Dios es la razón por la que está también tan cerca de los hombres. Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre "toda Bella” a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa.
