La siesta dejaba caer sobre el barrio su tenaz bravura estival. En la peluquería de don Cecilio, un viejo ventilador exhalaba un aire caliente. Nuestro barrio era un cruce de calles, una gasolinera en la esquina, al frente la panadería, en el otro contra frente un almacén y frente a este una farmacia. A la vuelta, el único médico del pueblo; un cine, una pista de baile, una escuela primaria; por la otra calle una bicicletería, una ferretería, un corralón, un club de fútbol en la otra manzana. Lugar donde lo espontáneo podía explotar en cualquier momento. Los aldeanos parecían vivir un mundo acotado, cierto, sin sorpresas. El cliente de don Cecilio aproximó su cara el espejo, pues había notado algo raro. Una leve mancha azulada ondulaba en su raleada cabeza. "¿Será la brillantina?", se preguntó. Pero no le dio importancia. Afuera, al principio de un modo imperceptible, una sombra fue ganando el espacio. En la esquina, algunos vecinos conversaban señalando con el dedo hacia arriba. El añil iba ganando paulatinamente, también, los árboles, las aguas del gran canal, las paredes. Desde la ventana de su casa, el vecino famoso por su inclinación a filosofar estaba fascinado con la visión que tenía enfrente. Este hombre, había desarrollado la idea de que el azul estaba asociado a lo espiritual, a lo romántico, todo lo opuesto a la materialidad de la vida. No solo que el mar y el cielo se confundían en un azul, era también el color que representaba la pureza; presente en el atávico divino de la Virgen. Nuestro filósofo creyó que había llegado la hora de los tiempos. Los vecinos, alarmados, se citaron en el club. En medio del incesante cruce de opiniones, alguien sugirió comunicarse con los pueblos vecinos. Desde estos, los reportes devolvían una información afirmativa: el azul se había extendido por todos los espacios. Pronto, cayeron en la cuenta que en el resto del hemisferio daban noticias en igual sentido. Ya a esas alturas, en nuestro pueblo habían decidido convocar al filósofo pensador, para que echara un poco de luz e interpretara el momento. Todos los vecinos supieron entonces de su boca, que el azul representaba el orden, la pureza, la tranquilidad. Hasta se animó a sentenciar, solemnemente, que en su opinión estaban en los confines del mundo: el mar y el cielo se estaban fundiendo. Todos se convertirían, en los próximos minutos, en seres puramente espirituales y los invitó a relajarse, a abandonarse. "Los seres del futuro -dijo- serán puro espíritu y energía. A nosotros, nos ha tocado ese momento. Nosotros somos el futuro". La audiencia lo escuchaba, abrumada por su inesperado protagonismo histórico. Todos iban siendo invadidos paulatinamente por una extraña sensación de la pérdida de su materialidad y sus pensamientos parecían elevarse. Repasaban rápidamente sus vidas y rescataban de ellas todas las circunstancias que en algún momento los había acercado a los estratos superiores de la existencia. Se diría, que el pueblo había entrado en trance. De pronto, desde los alto, diríase que más allá de los azules, oyeron una voz clara y potente, que tronó en el espacio: " !Mama..!", gritó un niño. "¡EL Guille me ha rayado de azul el Billiken!".

 

Por Orlando Navarro
Periodista
Ilustración: Rodolfo Crubellier