Arde la calle Laprida al torcer cintura en General Acha. Es como si derrapara para estacionar la noche virgen del viernes, aquellas noches del San Juan con centro propio y vida propia todos los días. Confitería "Flamingo", primer piso de la ex tienda "La Favorita". Un local enorme. Las sombras espían desde afuera el furor de la peña que conduce el "Sopaipilla" Nievas. El mismo salón donde una vez presenciamos extasiados, electrizados, el concierto de Don Atahualpa Yupanqui, que comenzó a convocar el silencio para su magia con una voz suavecita que (él sabía bien) es la que hace callar.
Noche de Flamingo. Tres muchachos se despegan de los micrófonos RCA Víctor, aquellas cajuelas rectangulares que captaban todo, hasta las emociones y los sueños, y avanzan por el largo corredor central reservado para el baile, donde comienzan a entonar "El niño y el canario", la hermosa canción de Don Hilario Cuadros. Nosotros estábamos entre el público. Tengo nítida la escena: los veo con trajes grises, siempre sonrientes y las guitarras que suenan a modo de canción de cuna y caricia.
Los Tulducos, nombre que toman de un simpático animalito campestre, nacen en aquella época de oro del renacimiento del folklore, en la tradicional esquina de Abrahám Tapia y General Acha, barrio de Trinidad, rincón amable mirando utopías al Noroeste, bicicletería de Don Domingo Palacio. En una habitación de esa casa familiar uno imagina que se juntaron una noche mágica los hermanos Orlando y Domingo Palacio y Carmelo Trípoli y se pusieron a las órdenes de la música popular.
El "pelado" Carmelo Trípoli murió joven, e ingresó en su lugar Víctor "El Gallo" Moyano. Luego Orlando (El "Pato") incursionó como solista. El tiempo disolvió este lindo sueño. Hasta que un día de no hace muchos años, el Ministerio de Turismo nos convocó en homenaje a varios músicos y allí tuvimos la indescriptible emoción de ver al Pato y al Chiquito Palacio cantar una zamba en público luego de 46 años.
Todo nace y muere. Pero no tan así. Sólo lo baladí se pierde definitivamente, lo superfluo; queda la buena música en el espíritu de los pueblos; queda en el aire la marca de los sueños. Por siempre, porque estamos hablando de sueños que tuvieron un anclaje entre la gente, y porque la gente los acompañó, quedará establecido en la memoria popular que por un barrio de San Juan, en una esquina cordial que miraba al Noroeste, una nochecita de aquellas en que sollozan de amor las guitarras, tres jóvenes se entregaron de cuerpo y alma a los demás, para hacer realidad el prodigio de las emociones compartidas.
