Década del setenta. Nosotros ya habíamos hecho pie en esto de la música de Cuyo. Poco se utilizaba el magnífico anfiteatro hoy bautizado ‘Buenaventura Luna”. Decidimos hacer allí un nuevo recital, y no recuerdo bien cómo llegó hasta nosotros la noticia de la existencia de un conjunto recién nacido. Decidimos invitarlo a compartir el concierto, sin haberlos escuchado nunca; sólo teníamos de ellos algunas referencias, pero muy confiables. Nos pareció que era bueno dar un abrazo a los nuevos. No nos equivocamos. Esa noche, Inti Huama prácticamente comenzó para San Juan una trayectoria brillante. Desde entones, desde ese encuentro cordial con algo tan querido para ambos, hicimos buenas migas. Ellos grabaron varias canciones nuestras que difundieron por todo el país, y nos consta que gracias a la difusión que hicieron cuando actuaron en las Islas Canarias, tuvimos la buena nueva de que un vals de nuestra autoría (Romance de mi niñez) comenzó a rodar exitosamente por esas ínsulas y luego España y Europa, en voces de intérpretes extranjeros.

Siempre que nos juntamos, recordamos -entre otros- un concierto que compartimos, con gran repercusión, en el Teatro Independencia de Mendoza, uno de los más prestigiosos escenarios de la Argentina.

Años han pasado, agua bajo los puentes. Inti Huama, que recorrió el país, sentó sus reales con particular preponderancia sobre todo en su tierra natal (ser querido en su tierra, es ser universal). Muchas páginas de gloria nos han dejado. Y digo: ‘nos han dejado”, porque el músico deja generosamente su regalo para los tiempos, y también lo digo porque hoy no están juntos, acompañando a nuestra gente con su mensaje, lamentablemente, y eso se nota en el vertedero esencial de nuestra música. Algo falta en el aire porque sus canciones no hacen pie. Algo muchas veces cruel sigue acopiando ausencias en la invitación a la magia que los artistas hacen a la gente, cuando ellos se ausentan o enmudecen, por la razón que sea, aunque lo que sembraron es cosecha eterna cuando se ha plantado con nobleza y, sobre todo, talento, ese secreto duendecillo que nos habita y que es imposible designar, porque nos viene dado en un estuche de misterio, como un regalo de la vida.

Se los extraña, amigos. Y ese es un lazo de amor que la gente tiende a quienes quiere, a quienes ha metido en su casa, en su pecho. La nostalgia se monta en las ausencias como un jinete herido que no ha de morir por las lastimaduras, porque está seguro que las heridas curarán, pero que disfruta del viaje hacia lo pasado, como quien se reencuentra, cuando su corazón lo demanda, con lo mejor que nos ocurre por el trascendente hecho de haber nacido.