La mujer ha sido, es, y será siempre, vehículo catalizador en la vida del hombre. ¡No a la inversa! Eso quiere decir que el elemento femenino discurre con permanencia sobre su "contrincante” opuesto en sexo y razón. Y esto es parte de la vida común, sin metáforas ni alegorías exaltantes para ninguno de los dos: Solamente ubicación de lugar dentro de una sociedad que todavía no se desprende del machismo.
Porque lo es, la gran diferencia conceptual entre los componentes de la "pareja humana” se perfila nítida y preeminente en la mujer, por cuanto ésta lleva la potestad prodigiosa -el término apenas la encierra- de concebir la vida en una natural preservación de la especie, absoluto fin que deja insignificante la gestión del hombre en ese aspecto.
Tal vez en esta época, aquello de "regazo materno” no constituya más que una expresión idiomática con superficial contenido, en la inteligencia de que la psicología del lenguaje que se usa traduce pensamiento liviano, y escasa profundidad de valoración en quien lo expresa, incluidas ignorancia o incapacidad de abstracción.
Siendo "regazo” una "cosa que recibe en sí a otra dándole amparo, gozo, o consuelo” (acep. 3 RAE), pues no debe haber mejor regazo que la falda materna, ese lugar desde donde los hijos deben recibir los primeros empujes hacia su embrionaria entidad humana, parapetos necesarios para la futura libertad de pensar, hacer y decir.
La doctrina de la enseñanza parental involucra expresión viva y ejemplarizadora, tanto del hombre como de la mujer, hacia sus hijos paralelizando las partículas seculares de su distinta idiosincrasia sexuada. No obstante la ideología íntima del hombre y de la mujer difiere por los alcances proyectivos de sus individualidades; su incumbencia para con los hijos denotan distintas individualidades; más allá de la facultad de discurrir (razón) actúa el instinto genérico: "Me proyecto en mi hijo”, singularizando. Casi con generalidad el hombre desliza sus puntos de vista hacia sus hijos varones, sustanciando en ello su carácter y voluntad masculinos.
La mujer no presenta ese personalismo, ya que pluraliza su criterio al no hacer distingo subjetivo alguno entre el hijo y la hija: se aferra a la costumbre normalizadora. El hombre, de alguna manera, se ase (verbo "asir”) a la disyuntiva de no ser émulo nada más que de sí mismo.
Si hoy se le preguntara a Napoleón I Bonaparte, estando en el ápice de su vida, cual era a sus ojos "la mujer más grande del mundo” es probable que el emperador contestara lo mismo que hace dos siglos: "La que haya tenido más hijos”, proposición muy objetiva por cierto, que actualmente no compartimos, pero que, equiparando alcances, podríamos trocar por "la mujer que de mejor manera haya educado a sus hijos”, considerando a la educación como una segunda naturaleza: "alumbrar muchos hijos vale sumamente menos que educar bien a uno solo”. Y en esto debe sobresalir enhiesta la imagen de mujer madre.
Una tardía aparición de la madre en el importantísimo rol de educar como tal, apareja posteriores desencuentros de los hijos con la realidad social de su medio, suponiendo que éste (el medio) mantenga una factura vigente de los principios básicos de coexistencia.
De la antigüedad nos viene, tal vez como legado, estas palabras: "La mujer que con sus virtudes y su gracia nos cautiva, es la que más amamos; la mujer a quien nos unimos con el vínculo (espiritual) del matrimonio, es a la que amamos mejor; la madre es la única mujer a la que amamos siempre”… ¡Para reflexionar!…
