En estos días tal vez estemos preparando en nuestros hogares cristianos, los tres signos más importantes del tiempo litúrgico que iniciamos el domingo pasado, es decir, el Adviento. Ellos nos invitan a concentrar la atención en el nacimiento de Jesús, para una fructuosa celebración rememorativa de la Navidad. Nos referimos a la corona de Adviento, al árbol navideño y al pesebre. Fijaremos la atención en explicar el significado de cada uno de ellos.

La corona de Adviento tiene su origen en el norte de Europa. Al inicio era un símbolo pagano: esos pueblos celebraban el fin de noviembre y el comienzo de diciembre (la época de los grandes fríos con el panorama emblanquecido por la nieve y el hielo) encendiendo fuegos y luces para disipar y exorcizar el frío y las tinieblas. Por otra parte, las ramas de siempreverdes (pinos y abetos) se usaban mucho como adornos, especialmente en las puertas de las viviendas, porque constituían un anuncio de la permanencia de la vida vegetal mortificada por el frío y, por ende, como una afirmación de vida y de esperanza. Afirmación reforzada por la forma circular de la corona, que simboliza la eternidad.

Los cristianos medievales mantuvieron vivos muchos de estos símbolos de la luz y del fuego como antiguas tradiciones populares. Desde el siglo XVI comenzaron a usarlos como símbolos cristianos. Primero los asumieron los cristianos luteranos de Alemania Oriental, y de ellos los tomaron los católicos. Sobre la base circular se colocan, formando una cruz, 4 velas iguales que simbolizan las 4 semanas del Adviento, y particularmente, sus 4 domingos. El aumento gradual de la luz al encender una candela según pasan los domingos, indica la progresiva claridad que los profetas dieron al anuncio del Redentor. La corona, símbolo de victoria y de gloria, anuncia la plenitud de los tiempos en la venida de Cristo. Es el símbolo tradicional del Adviento: la esperanza de los piadosos de la antigua alianza, cuando la humanidad estaba sumida en las tinieblas y en sombras de muerte; cuando los profetas, iluminados por Dios, anunciaban al Redentor, y cuando los corazones de los hombres se iluminaban con el deseo del Mesías. La corona es un símbolo de que la luz y la vida han triunfado sobre las tinieblas y la muerte.

Desde el siglo XI era habitual en el norte de Europa la representación de dramas religiosos en las iglesias o en sus atrios. Uno de los más populares de estos ‘misterios’ (así eran llamados) era el del paraíso en el que se dramatizaban la creación del hombre, el pecado de Adán y Eva y su expulsión del paraíso, y se concluía con la consoladora promesa de la salvación mediante la encarnación de Jesús. El único elemento escenográfico que indicaba el jardín del Edén lo constituía un árbol cargado de manzanas (de donde Eva tomaba para invitar a Adán). Desde el siglo XV, estos ‘misterios’ dramáticos entraron en un cono de sombra. Pero el pueblo no olvidó el árbol del paraíso. Como ya no lo veían en las iglesias, comenzó a instalarlo en sus casas una vez al año, el 24 de diciembre, como homenaje a Adán y Eva. La iglesia latina no ha celebrado nunca oficialmente a nuestros primeros padres, pero si las Iglesias orientales, y de allí partió su difusión en Europa occidental. Pero el árbol del paraíso no era considerado solamente como árbol del pecado sino también como árbol de la vida. Por eso se le colgaban, además de manzanas, obleas que representaban la santa eucaristía, como antídoto del veneno del pecado. Luego, estas obleas fueron reemplazadas por dulces que enseñaban a los niños, que el viejo Adán que nos había dejado la amarga herencia del pecado, había sido redimido por el nuevo Adán que nos aportó el dulce fruto de la salvación. Ahora bien, el mismo día en que se colocaba el árbol del paraíso en las casas, otra costumbre había comenzado a desarrollarse. Era la luz de Navidad, un símbolo de Cristo, la luz del mundo que comenzó a brillar en Belén. Y así, en la vigilia de Navidad, una candela grande y bellamente decorada era encendida, mientras toda la familia se ponía de rodillas en oración toda la Nochebuena, noche resplandeciente.

Todos sus elementos, la forma del árbol, las luces, la estrella de Belén en su vértice, las manzanas rojas, los frutos dulces (representados por los globos de vidrio), las golosinas y regalos que cuelgan de sus ramas, constituyen una catequesis simbólica de Cristo, luz del mundo y árbol de la vida, supremo don de Dios a los hombres. Son símbolos de los dones espirituales y del amor que Cristo nos ofrece.

Es importante que preparemos también el pesebre. Para que cumpla su función pedagógica de signo, será fundamental que desde el 8 de diciembre, día en que armamos el árbol y el pesebre, éste incluya solo las figuras secundarias (pastores, animales) en torno a los profetas (Isaías, Míqueas, Juan el Bautista). El 17 de diciembre, día desde el cual la atención de la Iglesia comienza a centrarse en el nacimiento, habría que colocar las imágenes de María y José acercándose lentamente a la gruta. En la noche del 24 se añadiría el Niño y los ángeles. De esta manera, el Belén navideño se habrá convertido en una catequesis visual de la espera del Mesías.